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Las recientes elecciones cambiarán la correlación de fuerzas en el Congreso de EE.UU.Samuel Corum / AFP

Elecciones EE.UU.

La democracia en América goza de (bastante) buena salud (todavía)

Días previos a las midterm elections predominaba una cierta convicción: la de que la derrota del presidente Joe Biden y sus políticas traerían consigo un desmantelamiento del sistema democrático

Lo que ya todo el mundo conoce como midterm elections en el sistema político de los Estados Unidos supone la celebración cada dos años, coincidiendo con la fecha intermedia del mandato presidencial de cuatro años, de unos comicios para elegir a la totalidad de los 435 integrantes de la Cámara de Representantes y a un tercio, 35 de 100, de los miembros del Senado, cuyo mandato se extiende durante seis años.

El resultado arroja una determinada composición del poder legislativo, de cuyas buenas o malas relaciones con el ejecutivo que encarna el presidente dependerá la misma capacidad del país para llevar a cabo programas coherentes de proyección nacional o incluso internacional. O todo lo contrario: para bloquear las iniciativas que provengan de la Casa Blanca o inducir a su inquilino a hacer lo propio con las que provengan del Capitolio.

De forma que la consagración de una mayoría presidencial en ambas cámaras legislativas es vital para la realización del proyecto presidencial desde su primer mandato y planificando en lo posible la eventual repetición en un segundo periodo.

En el cómputo de lo ocurrido desde los años treinta del siglo XX, sin embargo, la experiencia nos dice que solo en dos ocasiones, bajo Franklin Delano Roosevelt en los tiempos del «New Deal» y bajo George W. Bush tras los terribles momentos de los ataques del terrorismo islámico el 11 de septiembre de 2001, las midterm elections han arrojado resultados favorables a la presidencia en ejercicio y en las dos cámaras.

Varios ciudadanos emiten su voto en una escuela secundaria de VirginiaRyan M. Kelly / AFP

En alguna otra ocasión ha sido una de las dos cámaras la que ha cambiado o permanecido en el área de influencia ejecutiva, pero no son números significativos en el recuento o en el resultado. La deducción es evidente: las que en español llamaríamos con cierta torpeza «elecciones de medio mandato» han consagrado un comportamiento electoral disidente, cuando no abiertamente contrario, a la gestión del presidente de turno. Respondiendo en general a lo que la politología ya ha venido a consagrar: que las midterm en cuestión no son otra cosa que un una forma de referéndum sobre la calidad de la dirección que al país ofrece el jefe del ejecutivo.

Teniendo en cuenta tales datos, resultaba un tanto paradójico el clima dramático con que, en el interior de los Estados Unidos, como inevitablemente en el resto del mundo, se han vivido estas últimas semanas, cargadas de los más negros presagios sobre lo que sus resultados podrían aportar.

Días previos a la elección, predominaba una cierta convicción: la de que la derrota del presidente Joe Biden y sus políticas traerían consigo un desmantelamiento del sistema democrático que tanta admiración había generado desde que en 1830 Alexis de Tocqueville publicara su famosa y elogiosa Democracia en América. Y en el origen del posible e imaginado cataclismo se encontraba el que fuera presidente entre 2016 y 2020, Donald Trump, perdedor de las elecciones en ese último año, y ferviente predicador de una «big lie», que en español tiene una adecuada traducción, «gran mentira»: la de que su fracaso se debía a una manipulación electoral realizada por los demócratas.

Ya en los momentos finales de su estancia en la Casa Blanca, cuando ya estaba comprobada su derrota, Trump fomentó y alentó el 6 de enero de 2021 un golpe de Estado que culminó en la ocupación del Capitolio por una chusma con proyectos asesinos y cuya finalidad era impedir la certificación electoral y con ello permitir su continuación en la Casa Blanca.

El Partido Republicano ha querido llevar las midterms al terreno que Trump había marcado, buscando por todos los medios la colocación en los puestos electorales, no solo en el parlamento nacional, sino también en los puestos ejecutivos de los Estados, a gentes de su confianza y convicción de manera que en todos los ámbitos se pudiera eventualmente llegar a un sistema de control en las votaciones que favoreciera los intereses del jefe y de su partido. Se trataría de llevar a sus últimos extremos la malhadada práctica del «gerrymandering», que convierte a los distritos electorales en bolsas sociales o raciales eternamente fieles a una determinada creencia política y electoral.

En el debate, además, los republicanos han intentado aprovechar al máximo la mala situación económica, mientras que con ello intentaban compensar el reflujo que en una buena parte del electorado demócrata ha producido la derogación del acceso al aborto que el Tribunal Supremo había consagrado en 1973 con la sentencia «Roe vs. Wade».

En el conjunto de las encuestas se apuntaba a un claro éxito republicano en ambas Cámaras, con una consiguiente prolongación: la sólida base que ello, pensaban, ofrecía para que Trump volviera a concurrir a las elecciones presidenciales en 2024 con buenas posibilidades para ganarlas.

Aunque resulte paradójico, la derrota no ha sido demócrata sino republicana y nadie mejor para saberlo que el propio Trump

No ha ocurrido así y, aunque los resultados definitivos no se conocerán hasta pasadas unas semanas, ya se puede dibujar el mapa resultante: una alta posibilidad de que los Republicanos tengan una exigua mayoría en la Cámara sin por ello descartar, aunque todavía permanezca la incertidumbre al respecto, que también la alcancen en el Senado donde la disputa, como ya es habitual, se centra en un solo escaño. Es decir, lo que la historia dice que las midterms ofrecen: un castigo al presidente de turno y un aviso para su navegación durante los próximos dos años, por si todavía piensa en una exitosa reelección. Nada extraordinario o desconocido, en definitiva.

Porque quizás, y aunque resulte paradójico, la derrota no ha sido demócrata, sino republicana y nadie mejor para saberlo que el propio Trump, cuyas posibilidades para ser elegido como candidato de su partido a las presidenciales del 24 ahora quedan notablemente oscurecidas. Es DeSantis, el reelegido gobernador de Florida, el que ahora le hace sombra. Sobre todo, cuando, aunque no osen decirlo, no faltan los republicanos que desearían deshacerse de la sombra del expresidente. Para siempre.

Tenía razón Alexis de Tocqueville: esto de «La Democracia en (los Estados Unidos de) América» funciona bastante bien. Todavía.

  • Javier Rupérez es embajador de España