270 días de guerra en Ucrania
La batalla por el relato: otra derrota de Putin
Son muchos los observadores que achacan el sorprendente grado de unidad que, pese a las tensiones de cada día, mantienen las democracias occidentales frente a la invasión de Ucrania, a la derrota de Putin en la batalla por el relato.
Se trata de una derrota quizá inesperada. Tiene el Kremlin desde hace mucho tiempo todas las herramientas necesarias para combatir en el espacio de la información o, más propiamente dicho en este caso, de la desinformación. No solo las técnicas, destinadas a crear opinión en las redes sociales. También las intelectuales.
Aprovechan todos los resquicios que ofrece la libertad de opinión de que disfrutamos para dar publicidad a los argumentos del Kremlin, por difícil que pueda parecer seguir apoyándolos sin sentir vergüenza cada vez que Putin, presionado por los fracasos de la campaña, se ve en la necesidad de cambiarlos.
No es difícil encontrar en la hemeroteca y, particularmente, en las agencias de prensa rusas, declaraciones de Putin y sus más cercanos colaboradores asegurando que Rusia no tenía ambiciones territoriales en Ucrania, que la población civil ucraniana no tenía por qué preocuparse por su seguridad, que los soldados rusos no atacaban blancos civiles, que la «operación militar especial» iba según lo planeado, que el apoyo occidental a Ucrania terminaría provocando una guerra nuclear o que nunca se movilizaría a personal forzoso para la guerra.
Afirmaciones falsas
Todas estas afirmaciones resultaron ser falsas, por más que en Rusia, donde las voces discrepantes terminan en prisión, nadie parezca haberse dado cuenta. No habría ocurrido lo mismo en Occidente. Pero, a pesar de esa indudable ventaja de partida, Putin ha fracasado. Sus valedores en países como el nuestro no pasan de ese diez por ciento de perpetuos discrepantes que la naturaleza humana necesita como semilla de la evolución. El mismo número mágico que, según uno de esos anuncios publicitarios que han hecho historia, sumaban los dentistas que se resistían a recomendar chicles sin azúcar.
Muchos de ellos —y me refiero a los valedores de Putin, no a los dentistas más golosos— están condicionados por razones sentimentales para ver en los EE.UU. y la OTAN, tras su victoria en la Guerra Fría, algo parecido al Gran Satán. Una causa, por cierto, tan ambigua que, sorprendentemente, es capaz de unir a conspiradores de todos los pelajes en la extrema izquierda española, la extrema derecha norteamericana, lo que queda del viejo comunismo internacional y el fundamentalismo musulmán.
Putin empieza la batalla por el relato cuesta arriba. Igual que Bush en 2003, se encuentra con el problema de que todavía hay una mayoría natural de personas que prefieren creer lo que ven a lo que les cuentan
Es cierto que, a pesar de ese núcleo de antiamericanismo extremo, Putin empieza la batalla por el relato cuesta arriba. Igual que Bush en 2003, se encuentra con el problema de que todavía hay una mayoría natural de personas que prefieren creer lo que ven a lo que les cuentan, y lo que se ve en las televisiones son los impactos de misiles en las ciudades ucranianas, y no en Moscú.
A pesar de algunas coincidencias, si nos centramos en la guerra de la información hay importantes diferencias prácticas entre la invasión de Irak y la de Ucrania. El poderoso ejército de los EE.UU. no necesitaba el permiso de nadie para derrotar al iraquí, y eso reducía el problema de Bush a mantener el apoyo de su propia población.
A pesar de haber utilizado un pretexto, el de la existencia de armas de destrucción masiva prohibidas por la ONU, que, demostrada su falsedad, tuvo que ser adaptado hasta convertirse en una vaga defensa de la democracia, el presidente Bush, denostado en Europa, logró convencer a la mayoría de los norteamericanos de que su causa era justa. Una encuesta posterior reveló que muchos de ellos incluso creían que las inexistentes armas habían sido encontradas.
La férrea censura del Kremlin sobre su propio pueblo no funciona en el resto del mundo
No ocurre lo mismo con el ejército ruso, apenas una sombra de lo que algunos creen que fue. La férrea censura del Kremlin sobre su propio pueblo no funciona en el resto del mundo y, para su desgracia, Putin está obligado a hacer dudar a los europeos porque, a estas alturas, parece evidente que solo podría aspirar a derrotar militarmente a una Ucrania desarmada.
La perentoria necesidad de reducir el apoyo de las naciones occidentales al presidente Zelenski obliga al líder ruso a mantener dos relatos separados, uno dirigido al pueblo ruso y otro a la opinión pública europea. Por desgracia para él, en el interconectado mundo en que vivimos, no es fácil evitar que ambos relatos se contaminen entre sí.
La prensa doméstica rusa, que en nuestro país se encuentra traducida al español y está a disposición de cualquiera que quiera leerla, es la que recoge los variados argumentos con los que Moscú justifica la guerra ante su propio pueblo, fundamentalmente agrupados en dos grandes líneas.
En los primeros días de la invasión, se trataba de liberar a los ciudadanos del Donbás de los nazis ucranianos
En los primeros días de la invasión, se trataba de liberar a los ciudadanos del Donbás de los nazis ucranianos que bombardeaban las ciudades rescatadas del yugo de Kiev por la guerra civil. Sin embargo, a medida que los azares de la guerra permitieron la conquista de grandes territorios lejanos al Donbás y que los fracasos militares posteriores obligaron a Rusia a concentrarse en una campaña de represalia contra las ciudades ucranianas mucho peor que la que antes criticaba, el relato ha ido alejándose cada vez más de todo disimulo. Hoy, podría resumirse en que «queremos Ucrania porque, en realidad, siempre ha sido nuestra.»
El principal objetivo de la campaña, el sueño dorado de sus autores intelectuales, es lograr separar a una Europa presumiblemente blanda de la línea dura
Como es lógico, las agencias rusas dirigidas a la opinión exterior no utilizan estos argumentos y se vuelcan en culpar a los Estados Unidos, a la OTAN, la UE y al propio Zelenski de la invasión. El principal objetivo de la campaña, el sueño dorado de sus autores intelectuales, es lograr separar a una Europa presumiblemente blanda de la línea dura representada por los EE.UU. Para ello, suponiendo cobarde a la opinión pública europea, han recurrido —y siguen recurriendo— al miedo. Miedo a la guerra nuclear primero y, una vez que la comunidad internacional, China incluida, ha dicho que ese no es el camino, miedo al desabastecimiento energético y la inflación.
No se puede negar que los desinformadores tienen cierto espacio de maniobra, porque rara vez es fácil llegar a la verdad cuando se quiere analizar un conflicto. Para encontrar esa verdad esquiva, libre de la propaganda de guerra de uno u otro lado, es preciso armar un rompecabezas con las piezas de realidad disponibles, que nunca son todas ni están libres de deformaciones.
Si uno toma solo dos de esas piezas —Rusia pidió garantías a EE.UU. de que Ucrania no entraría en la OTAN y, como no se las dio, invadió Ucrania— encuentra explicaciones infantiles a las cosas que, como le ocurre a los niños cuando nos enseñan ilusionados dos cubos de un rompecabezas unidos al azar, no encajan con las demás evidencias de que disponemos.
En este caso concreto, basta remontarse un poco en el tiempo para recordar que en 2014, cuando de verdad comenzó la invasión rusa de Ucrania, el pretexto no fue la OTAN, que hasta entonces había cumplido todo lo acordado en el Acta Fundacional acordada con Rusia en 1997, que hacía innecesario el despliegue de fuerzas en las naciones del antiguo Pacto de Varsovia. La excusa entonces la dio el Euromaidan, un presunto golpe de estado del pueblo de Kiev motivado por el veto ruso a un acuerdo comercial de Ucrania con la UE.
Sobre la cruel guerra civil en el Donbás, el Kremlin oculta que fue Rusia quien la provocó en 2014
Lo mismo ocurre con los demás pretextos empleados por Putin. Todos omiten partes vitales de la realidad. Sobre la cruel guerra civil en el Donbás, el Kremlin oculta que fue Rusia quien la provocó en 2014 y la sostuvo desde entonces, no solo con sus armas, como tanto se queja hoy de que haga la UE con Ucrania, sino también con sus soldados. Las evidencias en que se basa la reciente sentencia de los tribunales holandeses sobre el derribo de un avión comercial de Malaysia Airlines no ofrecen lugar a duda.
Como la Gran Serbia con la que soñaba Milosevic, la Rusia de Putin, que ni siquiera quiere devolver a Japón las islas Kuriles que ocupó al final de la Segunda Guerra Mundial, solo quiere dar marcha atrás en el tiempo en aquello que le favorezca.
Suecia y Finlandia
Sobre la expansión de la Alianza Atlántica, una reacción natural producto del miedo de las naciones de Europa Oriental a una Rusia que ha heredado del extinto Pacto de Varsovia la curiosa cualidad de ser la única alianza militar de la historia que solo ha atacado a sus propios miembros —recuerde el lector los casos de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968— cabe recordar la mesurada respuesta de Putin cuando Suecia y Finlandia solicitaron el ingreso en la OTAN. Sostenía entonces el líder ruso que era un grave error, pero admitía que ambas naciones eran libres de tomar sus decisiones sin sentirse amenazadas. Le faltó añadir que Ucrania no lo era, pero se sobreentendía.
Es complicado defender hoy una guerra de conquista. ¿Cómo ocultar ese carácter cuando el propio Putin, una vez que se formalizó la «anexión» de los territorios conquistados o por conquistar en Ucrania, «exigió» un alto el fuego? Que sean los prorrusos quienes den respuesta a la pregunta, si es que quieren. Pero, con tantas contradicciones, es imposible ganar una batalla por el relato.
Sin embargo, eso no hará que Putin deje de intentarlo. Mantengámonos pues alerta para exigir a los analistas que publican opiniones en nuestros medios —también a mí, aunque solo sea un mero aficionado— que no solo nos digan la verdad, sino toda la verdad.