311 días de guerra en Ucrania
Lavrov: ¿cobarde o forajido?
A veces siento lástima por el ministro Lavrov. Con cincuenta años de carrera diplomática a sus espaldas, al servicio de la Unión Soviética primero y de la Federación Rusa después, debe de haber visto muchas cosas que otros no podemos ni imaginar.
Quizá haya sido solo la lealtad a dos presidentes tan distintos como Yeltsin y Putin la que ha labrado primero su fortuna y luego su actual infortunio, y en eso me recuerda un poco a Colin Powell, el prestigioso general norteamericano. Ambos personajes, tan diferentes, tienen algo en común: a pesar de su brillante hoja de servicios, los dos tiraron por la borda su prestigio para intentar defender, con falsos pretextos, las ambiciones personales de sus líderes.
De la disciplina con la que ejerce su difícil oficio da prueba un hecho anecdótico, pero que merece la pena reseñar. En 1994, fue Lavrov quien, como representante permanente de Rusia en las Naciones Unidas, dio traslado a la organización del denominado Memorándum de Budapest, un tratado internacional en el que se detallaban las garantías ofrecidas a Ucrania para que entregara a Rusia las armas nucleares heredadas de la antigua URSS.
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La fecha del documento, el 7 de diciembre, trae a la memoria otra sombría coincidencia que entonces pasó inadvertida: era el aniversario del ataque japonés a Pearl Harbour. Como haría Rusia 80 años después en Ucrania, Japón también lanzó su fuerza militar sin previa declaración de guerra, consiguiendo una ventaja inicial que al final no serviría de nada.
Pero volvamos al ministro Lavrov. ¿Sabía en 1994 el ya veterano diplomático que lo que entregaba a la ONU era un papel mojado? ¿Podía él prever que 20 años más tarde –ya como ministro de Asuntos Exteriores de un Putin que, cuando se firmó el Memorándum, todavía era un desconocido– sería él mismo quien tendría que intentar justificar ante el mundo la invasión de Crimea? ¿Imaginaba Lavrov en 2014 que la disputada península solo sería el primer paso en el proceso de arrebatar a Ucrania la independencia que, en 1991, aprobaron en referéndum más del 90 % de los votantes? Entre ellos, debe decirse, más del 54 % de los habitantes de Crimea, el 83 % de los de Donetsk y Lugansk y el 90 % de los de Jersón y Zaporiyia.
Merece Lavrov, como todos los presuntos autores de cualquier crimen, el beneficio de la duda. Quizá no lo supiera. Pero ahora sí lo sabe. Y, en las declaraciones que el pasado 27 de diciembre ha hecho a la agencia TASS –poco sospechosa de haber deformado su mensaje– ha logrado despejar toda duda sobre su culpabilidad.
El ultimatum
Para empezar, Lavrov ha lanzado un claro ultimátum a las autoridades ucranianas: «El enemigo conoce bien nuestras propuestas de desmilitarización y desnazificación de los territorios que controla y la eliminación de las amenazas a nuestros nuevos territorios. No hay mucho que se pueda hacer. O aceptan estas propuestas amigablemente o el ejército ruso arreglará el asunto».
Aunque pocos temen ya a las fuerzas armadas de Putin, ¿no suena lo dicho a una amenaza? Y es poco probable que el ministro no conozca al menos los primeros párrafos de la Carta de las Naciones Unidas. Solo hay que ir al artículo 4 para leer que «los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado.» ¿Qué parte de este sencillo texto no termina Lavrov de entender?
Se queja amargamente el ministro del apoyo occidental a Ucrania, que nos hace parte del conflicto. Algo que, por supuesto, no ocurre con Bielorrusia, Irán y, si se confirma, Corea del Norte. «Estados Unidos», dice Lavrov, «hace lo que puede por prolongar el conflicto y hacerlo más violento.» Desde su óptica particular, seguramente le parece más violento destruir un misil de crucero en vuelo que dejar que ataque su blanco, un edificio de cualquier ciudad.
Lavrov se empeña en aparentar ignorancia del artículo 51 de la Carta de la ONU
Pero no es eso lo peor. Después de todo, el misil es suyo y las ciudades bombardeadas, aunque en algunos casos diga que sí, no lo son. Lo más grave es que, a pesar de su experiencia como diplomático, Lavrov se empeña en aparentar ignorancia del artículo 51 de la Carta de la ONU: «Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales».
¿No hay un ataque armado? ¿No es Ucrania miembro de la ONU? ¿No ha vetado Rusia cualquier resolución del Consejo de Seguridad sobre esta guerra? ¿No significa colectivo en Rusia lo mismo que aquí? A riesgo de aburrir, vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿Qué parte de este texto no entiende Lavrov?
Dice también el ministro que «no es un secreto que el objetivo estratégico de los EE.UU. y la OTAN es lograr una victoria sobre Rusia en el campo de batalla.» Hasta aquí, es cierto. Lo ha confirmado el propio gobierno americano. Pero –siempre hay un pero– luego añade Lavrov de su propia cosecha: «Para debilitar o incluso destruir nuestra nación».
La aclaración suena, como casi todo lo que dice el Kremlin, muy poco creíble. ¿No ha dicho Putin que puede aniquilar con sus armas estratégicas a cualquiera que ose atacar a Rusia? ¿No ha dicho también el ministro que es una locura la guerra entre potencias nucleares?
Puede estar tranquilo Lavrov. Nadie quiere –o, si alguien quiere, nadie se atreve a hacerlo– destruir su patria
Puede estar tranquilo Lavrov. Nadie quiere –o, si alguien quiere, nadie se atreve a hacerlo– destruir su patria. Excepto en las delirantes mentes de los fanáticos de las conspiraciones, la guerra no parece tan complicada. ¿Hemos olvidado que, hasta la invasión de Ucrania, estábamos encantados con nuestras compras de gas y petróleo en Rusia? ¿No resulta obvio qué es lo que ha cambiado?
Lo que Occidente quiere, por mucho que sea cierto que en política exterior no haya amigos sino intereses compartidos, es exactamente lo que está haciendo: ayudar a Ucrania a defenderse… pero no más.
Estados Unidos
Contradice Lavrov este análisis–y esto es algo de lo que los prorrusos españoles suelen hacerse eco– asegurando que la guerra de Ucrania solo beneficia a los Estados Unidos de América. «Washington ha logrado un objetivo geopolítico clave al romper los tradicionales lazos entre Rusia y Europa, haciendo a sus satélites europeos todavía más dependientes de ellos».
Si es verdad que esta guerra se libra en beneficio de su enemigo estratégico, ¿por qué Rusia no le pone fin?
Seré un ingenuo, pero si es verdad que esta guerra se libra en beneficio de su enemigo estratégico, ¿por qué Rusia no le pone fin? Bastaría retirar sus tropas de Ucrania y, si teme por la seguridad de los colaboracionistas más destacados, ofrecerles asilo en Rusia. Sabe Lavrov, como sabemos cada uno de nosotros, que nadie les perseguiría. Y sabe también que, si llegara a hacerlo, en muy pocas semanas estaríamos comprando de nuevo el gas y el petróleo rusos y vendiendo a sus consumidores la tecnología que ellos necesitan.
He dicho que a veces siento lástima por el ministro Lavrov. ¿Por qué? Porque no sé si actúa convencido de que lo que hace es lo mejor para Rusia, si solo es leal a su autocrático presidente o si –el miedo es libre– teme caerse, como tantos de sus colegas, por alguna de las ventanas de los edificios rusos, que tienen fama de peligrosas.
Pero tengo que añadir que la pena se me pasa cada vez que leo sus declaraciones. Sin ánimo de cuestionar la presunción de inocencia, el ministro me parece entonces culpable de vulnerar la carta de las Naciones Unidas, cómplice del bombardeo de las ciudades ucranianas, y encubridor de los crímenes de Bucha y de otras de las localidades ucranianas que tuvieron la mala suerte de ser conquistadas.
Deja entonces de parecerse a Colin Powell y empieza a asemejarse en mi mente a uno de sus predecesores, el infame Molotov, uno de los artífices de la Segunda Guerra Mundial.
Ojalá su castigo sea el de cumplir los años necesarios para llegar a sentir el rechazo que, como la camarilla de Stalin, inspirará a su propio pueblo cuando este se despierte de la pesadilla en la que Putin le obliga a malvivir.