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Ruinas de la Escuela de Formación Profesional en Makiivka tras el bombardeo ucraniano

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313 días de guerra en Ucrania

La guerra en Ucrania y el desastre en Makiivka

Incompetencia, exceso de control, dificultades logísticas, falta de disciplina… ¿es posible ganar así una guerra?

En la noche de fin de año, mientras en España nos disponíamos a tomar las uvas, cohetes ucranianos segaban las vidas de decenas, quizá centenares, de reclutas rusos en Makiivka, una ciudad de la región ucraniana de Donetsk ocupada por los prorrusos desde 2014.

La mayoría de los fallecidos acababan de ser movilizados para satisfacer las ambiciones imperiales de un Putin a quien poco importan las vidas perdidas siempre que pueda echar la culpa a otro de lo ocurrido.

Habría entre ellos sastres y panaderos, funcionarios y comerciantes, padres de familia, ciudadanos honestos unidos solo por la fatalidad. Es probable que ninguno mereciera el destino que le esperaba y no es mal momento para recordar que, como escribió John Donne, las campanas de la humanidad deberían doblar por todos ellos y por nosotros mismos.

Dicho esto, no hay blanco más legítimo en una guerra que un soldado en suelo enemigo. Ucrania tiene razones para sentirse satisfecha de haber eliminado un buen número de militares rusos. ¿Cuántos? Rusia dice que 63, y el sentido común nos lleva a suponer que, si reconoce esa cifra, debe de haber muchos más.

Por poner un ejemplo, para el Kremlin el hundimiento del crucero Moskva se saldó oficialmente con un muerto y 27 desaparecidos. ¿Dónde podrían estar esos 27 hombres que no han vuelto a sus casas a estas alturas? Poco importa. Con toda certeza, no se les dará por muertos al menos hasta que acabe la guerra.

Cualquiera que sea la cifra, entre los 110 muertos y 136 heridos que dan los blogueros militares más adictos al Kremlin y los 400 muertos que estima Ucrania, son demasiados sastres, demasiados panaderos… demasiados soldados perdidos para que el ataque no duela en carne rusa.

No cabe pasar por alto que Putin es el verdadero responsable de lo ocurrido. Pero, ¿de quién es la culpa? En un primer momento, los analistas, tanto rusos como extranjeros, han acusado al liderazgo militar de incompetente. Desde el coronel del regimiento destruido, tan estúpido como para alojar a sus tropas en un edificio al alcance de los cohetes HIMARS donde también se custodiaba una importante cantidad de municiones, hasta los generales que no toman medidas para que estos sucesos, tantas veces repetidos en una escala más pequeña, no vuelvan a ocurrir.

El primero es su estructura jerárquica, propia de un ejército anticuado, heredero de la larga noche comunista, cuando todo tendía a un exceso de control. Ni sus generales tienen la libertad de acción que necesitan para conducir la guerra ni sus coroneles pueden tomar decisiones a partir de la información que acostumbran a manejar sus homólogos en la OTAN.

¿Conocía el coronel del regimiento la existencia de un almacén de municiones en el edificio? Si así fuera, lo suyo sería una clara muestra de incompetencia. Pero también es posible que los responsables de la logística prefirieran mantener la información en secreto hasta para sus propios compañeros.

Un segundo problema que pudo afectar a lo ocurrido es el logístico. Es probable que las conocidas dificultades de suministro que sufren las fuerzas armadas rusas hayan tenido una influencia decisiva en las equivocadas decisiones de sus mandos. Quizá los reclutas ni siquiera dispusieran de las ropas de abrigo que necesitarían para pasar la noche en lugares menos vulnerables.

Todavía queda un tercer factor, quizá el más grave, que el coronel ruso tuvo que sopesar para poner en riesgo la vida de tantos de sus hombres: la disciplina. ¿Sienten los militares rusos que los reclutas recién movilizados tienen que estar todos juntos para poder vigilarlos mejor? Habría que preguntarles a ellos pero, visto lo ocurrido, yo apostaría a que sí.

Incompetencia, exceso de control, dificultades logísticas, falta de disciplina… ¿es posible ganar así una guerra? Pues sí, porque si algo enseña la historia militar es que la actividad bélica es de por sí tan excepcional que las guerras no las gana el mejor, sino el menos malo.

Está claro a estas alturas que el ejército ucraniano tiene al menos un problema menos que el ruso: el de la moral, que tiene su reflejo en la voluntad de vencer. Por una parte, son ellos quienes defienden su tierra y, por la otra, los últimos éxitos seguramente pesan en su actitud.

Sin embargo, muchos de los problemas que sufren los rusos también complican la vida de los militares ucranianos. Y nadie, ni los mejores ejércitos del mundo, está libre de errores. ¿Puede Rusia dar golpes parecidos al que acaba de sufrir en Makiivka?

Las armas, desde luego, las tiene. Rusia no dispone de HIMARS, pero sus misiles Kalibr o Iskander pueden hacer lo mismo que los cohetes de fabricación norteamericana, con resultados iguales o mejores. ¿Tiene su ejército la información necesaria? No sabemos con exactitud quién dio al mando ucraniano los datos del colegio utilizado como cuartel.

Los prorrusos del Donetsk, arrimando el ascua a su sardina, echan la culpa a los soldados rusos, cuyas indiscreciones por telefonía móvil habrían puesto al enemigo sobre la pista. Pero también es posible que haya sido la propia resistencia ucraniana —es el inconveniente de luchar en territorio ocupado— la que diera directamente las coordenadas del blanco.

Ambas fuentes, la interceptación de las comunicaciones y el trabajo de la quinta columna, exigen un esfuerzo que Rusia puede acometer… pero, por razones políticas, prefiere utilizar sus mejores misiles para atacar objetivos civiles. Quizá porque Putin no aspire ya a ganar la guerra, sino a mantenerse en el poder surfeando la única ola que puede mantenerle a flote después de sus repetidos errores en Ucrania, la del nacionalismo más extremo.

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