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Sin banderaCarmen de Carlos

El asalto a Brasil

Por desidia, omisión o incompetencia, Lula, que es el Jefe del Estado, también tiene su cuota de responsabilidad en el asalto a las sedes de los tres poderes

No hubo, hay, ni habrá en esta legislatura, un golpe de Estado en Brasil. Lo que hemos visto en el gigante sudamericano en las últimas horas es otra cosa.

El espectáculo que se ha retransmitido al mundo ha sido, a su manera, un remake del asalto al Capitolio, hace justo dos años, con guion escrito y dirigido en portugués. Eso significa que a la turba no le bastaba con tomar el Congreso y avanzó hasta el Supremo y el Palacio de Planalto. Dicho de otro modo, se metió a trompazos en las sedes de los tres poderes del Estado y lo hizo con el camino despejado de las fuerzas de seguridad y con el silencio cómplice de Jair Bolsonaro y de su familia, incluido el diputado Eduardo Bolsonaro.

Esa misión se ejecutó sin el Ejército ni ruido de sables o intento de asonada modelo siglo XX. Las Fuerzas Armadas de Brasil son, sin lugar a dudas, respetuosas y apegadas a la Constitución, aunque sus simpatías estén más cerca del liberal que del líder del PT (Partido de los Trabajadores).

El presidente, Luiz Inacio Lula Da Silva, tardó varias horas en dirigirse al país. Necesitaba tiempo para tener afinado el decreto que ordenó la intervención, dispersión y detención de la muchedumbre desbocada en la capital federal. En simultáneo, anunció que las investigaciones buscarán descubrir quién financió y organizó estas movilizaciones o campamentos apostados a las puertas de diferentes cuarteles (en muchas ciudades) desde el día siguiente de su victoria, aunque fuera por menos de dos puntos, en la segunda vuelta de las elecciones del pasado 30 de octubre.

Lula aprovechó su declaración para apuntar contra su antecesor en la Jefatura del Estado, recordó que Jair Bolsonaro se negó a colocarle la banda presidencial (como Cristina Kirchner a Mauricio Macri), se ausentó de Brasil para no asistir a su investidura (sigue en Orlando) y atizó con su conducta el fuego de la ira de sus seguidores que, como él, no reconocen el resultado del escrutinio.

Una semana exacta más tarde de su investidura, Lula se ha dado de bruces con un escenario que, como recordaba, resulta inédito en la historia de Brasil, incluidos los años de la dictadura. El presidente que recuperó el poder, pero perdió el control del Congreso y el Senado en las urnas, hoy es visto fuera y dentro de sus fronteras como una víctima y sus pecados de corrupción hasta se presentan como si fueran de otro. Pero, él sabe lo que es suyo y lo que no.

Las imágenes de cristales rotos, el mobiliario destrozado y centenares de mujeres y hombres corriendo por las praderas y explanadas de la plaza de los tres poderes, de esa Brasilia construida en los años 50, en la imaginación futurista de cemento y piedra de Oscar Niemeyer, son difíciles de digerir.

Tampoco resulta sencillo tragarse, sin decir una palabra, el supuesto desconocimiento de un Ejecutivo que ignoraba que esos fanáticos eran una bomba de relojería o un ejército de frustración preparado para entrar en combate con día y hora establecido. Se sabía dónde estaban, al paso que se movían y que sus intenciones eran tumbar el Gobierno y a su presidente.

Entonces, ¿cómo es posible que nadie frenara con tiempo esa avalancha humana? El presidente señala al gobernador de Brasilia, responsable de la seguridad en su Estado, y es bastante posible que tenga razón, pero también lo es que él no puede lavarse las manos y decir que no sabía lo que millones de brasileños conocían. Por desidia, omisión voluntaria o incompetencia, Lula, que es el Jefe del Estado, también tiene su cuota de responsabilidad en estos hechos.

La solidaridad política se impuso en todos los rincones del continente y fuera de él, incluidos, como no podía ser de otro modo, los despachos de los liberales Guillermo Lasso (Ecuador) y Luis Lacalle Pou (Uruguay).

La revuelta ha logrado el propósito inverso al deseado y ahora ha servido en bandeja la embestida contra una derecha maldita que se hace universal en el relato de esa izquierda siglo XXI extraña, bolivariana, demagógica en general y en contadas ocasiones, responsable, realista y con genuino sentido de Estado.

Lula pidió un «castigo ejemplar» con la «fuerza de la ley» para los culpables de los asaltos. El proceso, mientras Bolsonaro disfruta de las vacaciones de verano austral, está en marcha, pero el daño para Brasil ya está hecho.