Carlos III, luces y sombras de un impaciente de alma sensible
El Rey que recibe la corona este sábado es mucho más culto que su madre, es más de Shakespeare que de caballos, pero carece de la paciencia metódica de Isabel II
No quiere decir nada. Pero quizá quiere decir algo. El 10 de septiembre del año pasado, solo dos días después de la muerte de la que había sido la Reina de los británicos durante 70 años, el nuevo monarca, su hijo Carlos III, celebra de luto solemne la primera reunión formal del Privy Council. Allí el Rey debe firmar su juramento. Pero la mesa resulta demasiado pequeña para los amplios legajos que ha de rubricar. Con los ojos televisivos de todo el planeta escrutándolo, un Carlos con rostro de enojo reclama a un asistente que retire una bandejita portaplumas plateada que le molesta. Tres días más tarde, en una visita al castillo de Hillsborough, cerca de Belfast, el flamante soberano está firmando en el libro de visitas y la pluma comienza a gotear tinta sobre sus dedos, anchos y rojizos. «Oh, Dios, odio esta pluma. No aguanto más esta maldita cosa», exclama, visiblemente molesto de nuevo.
El comentario de los especialistas británicos fue instantáneo e inevitable: Isabel II poseía otro temple, una dulzura interior oculta bajo su coraza de pompa y circunstancia, y jamás habría reaccionado como su hijo.
Pero en el Reino Unido siempre existe un aceite social que alivia todas las fricciones: el sentido del humor. A comienzos del mes siguiente, de visita en Escocia, Carlos tiene que utilizar de nuevo su ya famosa pluma, esta vez para rubricar el ascenso de Dunfermline a la categoría de ciudad. Tras hacerlo, se la tiende a Camila con una pequeña chanza autoparódica: «Cuidado, que estas cosas son muy temperamentales».
Valoración discreta entre los británicos
Nadie ha entrenado más para el trono que Carlos III, nacido en Buckingham, aunque es una residencia que le desagrada. Su madre se convirtió en Reina cuando él tenía cuatro años y lo elevó a Príncipe de Gales cuando el chico peinaba solo veinte (con idéntica raya lateral a la que hoy gasta, pues al igual que su madre ha lucido el mismo peinado toda su vida).
Carlos se pasó la friolera de 64 años en el banquillo. «Ha practicado un poco», apunta su hermana Ana, haciendo gala de una ironía muy del estilo de su madre. Hoy el Rey tiene 74 años y simplemente no dispone de tiempo material para superar el listón de Isabel II, que cimentó su leyenda sobre un ejercicio de laboriosidad sistemática sostenida en un larguísimo periodo de tiempo. Carlos nunca verá circular a 13 primeros ministros británicos y 14 presidentes de EE. UU., el récord imbatible que ostenta su madre.
Carlos III recibe un óptimo legado afectivo para la Corona. Según la última encuesta de YouGov, el instituto demoscópico de referencia en Gran Bretaña, el 58 % de los británicos apoyan la monarquía y solo la rechazan el 26 %. Sin embargo, el futuro no está ganado. En el grupo de edad de 18 a 24 años se imponen ya los republicanos: 32 % a favor, 38 % en contra. Además, ha comenzado a ocurrir algo nuevo: protestas antimonárquicas en actos públicos de Carlos, muy residuales, muy tranquilas, pero que no existían en el caso de su madre, debido al cordón invisible de respeto que la circundaba.
El nuevo Rey tendrá que ganarse el aprecio, pues no es hoy la figura más querida de la Familia Real. En la encuesta YouGov del primer trimestre de este año, donde incluyen todavía a Isabel II, ella sigue dominando después de muerta, con un 80 % de aprobación. La segunda figura preferida es su hija Ana, con un 66 % (cada vez se escucha más que habría sido una gran monarca). El tercer y cuarto puesto son para Guillermo y Kate. Carlos III aparece en quinta posición, con un apoyo del 55 %. La reina Camila, con fama de diletante y perezosa y con el espectro de Diana todavía a cuestas, sigue sin conquistar a su pueblo: novena, con solo un 38 % de aprobación (huelga decir que cierra la tabla el príncipe Andrés, con solo un 11 %, y los victimistas Meghan y Harry son la penúltima y el antepenúltimo).
La «Araña Negra» promete cambiar
¿Qué tipo de Rey cabe esperar de Carlos? En 2014 se estrenó con éxito en el West End la obra teatral titulada Charles III. En el cartel de la función aparecía con un esparadrapo cruzado tapándole la boca. El argumento fabulaba sobre los choques del nuevo Rey con su Gobierno. En las butacas sonaban carcajadas cuando al modo del padre de Hamlet aparecía el espectro liante de Diana, quien susurraba tanto a su exmarido como a su hijo Guillermo aquello de «tú serás el más grande de los reyes». Y es que durante un tiempo hasta se llegó a especular con que al final la Reina podría saltarse a Carlos y pasarle la Corona a Guillermo. Lo cual supone no conocer para nada el respeto de Isabel II por las reglas.
La presión de Carlos sobre el Gobierno de la que se reía aquella comedia teatral ha sido muy cierta. Fue un Príncipe de Gales intrusivo, que holló los lindes constitucionales de su rol. En 2015, tras un debate jurídico que se prolongó diez años, vieron la luz por orden judicial 27 cartas que envió entre 2004 y 2005 a siete ministerios de Blair, donde expresaba sus puntos de vista sobre causas que le interesaban. La correspondencia fue bautizada como el «Memorando de la araña negra», por la caligrafía apretada del heredero. Los temas iban desde lo excéntrico (los tejones, la merluza negra, el albatros de la Patagonia), hasta algunas de sus perennes fijaciones, como la medicina naturista; pasando por un aviso a Blair sobre que los helicópteros británicos Lynx de la guerra de Irak operaban mal bajo el calor. Las cartas se consideraron un incumplimiento del deber de neutralidad de la Corona.
Su querencia a entrometerse en el ámbito del Número 10 venía de lejos. Siendo todavía joven y fogoso se enzarzó en una disputa con el ministro de Medioambiente de Thatcher. «Es una especie de bucanero del libre mercado que considera la protección del medioambiente una amenaza», comentó en frase que acabó trascendiendo. La Dama de Hierro hizo honor a su apodo y es leyenda en Inglaterra que le espetó: «Yo dirijo el país, no usted, Sir».
Pero Carlos ha dejado claro hace tiempo que como Rey contendrá sus opiniones: «Es un completo sinsentido la idea de que voy a seguir comportándome de la misma manera», aclaró en 2018, en una entrevista concedida a la BBC. Y ahí emerge otra diferencia con su madre, que sabía lo bien que le sientan a la institución la reserva y unas gotas de misterio y no ofreció una en su vida.
El turbulento matrimonio con Diana
Todo retrato de Carlos queda incompleto sin la sonadísima tragicomedia de cuernos que fue su matrimonio con Diana Spencer. Se prolongó desde 1981 hasta su divorcio en 1996, dos años antes de que ella muriese junto a su amante egipcio Dodi al Fayed en un dantesco choque a alta velocidad en un túnel de París (una muerte que zarandearía a la propia Isabel II, por su reacción clásica, de labio superior rígido, cuando su pueblo se había entregado a un desparrame emocional nuevo y muy poco inglés). Fue una relación imposible entre dos planetas muy distantes. Además cada cuita conyugal se vio amplificada por la prensa tabloide más despiadada de la historia. Los separaban 13 años de edad y unos intereses antagónicos.
El abismo quedó patente ya en la luna de miel. Carlos le leía a la jovencísima Diana pasajes de su gurú espiritual, el conservacionista sudafricano Van der Post, al que haría padrino de su primogénito, y luego la examinaba al respecto en las comidas. Ella estaba interesada en Wham! y Duran Duran.
Hasta el día de su boda, Diana había tratado a su novio de ‘sir’ y solo se habían visto doce veces, casi siempre acompañados por otros. En realidad, apenas se conocían. Se trataba de una chica de la aristocracia rural que carecía de experiencia mundana y afectiva. Era virgen, jamás había tenido un novio y llevaba poco tiempo en Londres. Residía con tres amigas en un piso de Earl’s Court, cercano al monumental cementerio de Chelsea, que le había regalado su madre al cumplir los 18. Conducía un Mini rojo y trabajaba como cuidadora en una guardería, además de limpiar la casa de Sarah, su hermana mayor.
Carlos había conocido al amor de su vida, Camila, en 1971, en la casa de Lucía Santacruz, la hija del embajador de Chile. Era la divertida hija de un militar de alta graduación, buena cazadora y aficionada a los caballos, de conversación chisposa y con un humor pijo, clónico del de Carlos. En 1973, The Firm, como se hace llamar de puertas adentro la Familia Real, separó al joven heredero de su amante, enviándolo a una singladura de ocho meses con la Marina. Entre tanto, Camila se casó con el militar Andrew Parker Bowles, un notorio mujeriego, con el que había mantenido una relación intermitente y abierta. Diana surgió como una salida apropiada para un problema de Estado.
En las últimas biografías de Carlos, el ahora Rey llegó a confesar que cuanto más iba conociendo a Diana durante el brevísimo cortejo, menos sintonizaba con ella. Le explicaba sus tareas como Príncipe y ella «parecía incapaz siquiera de entenderme».
La boda se celebró un miércoles. El lunes previo, Diana había descubierto en la oficina del secretario del Príncipe el diseño de un brazalete que Carlos iba a regalar a Camila, grabado con las iniciales F&G, en alusión a sus apodos privados: Fred y Gladys. Un horror para una novia por entonces muy cándida. Él alegó que era tan solo un obsequio de despedida, la marca de su adiós. Pero Diana despertó de su ensoñación romántica. En una comida con sus hermanas mayores, Sarah y Jane, incluso planteó cancelar la boda. Ellas la disuadieron: «Mala suerte, Duch —el apodo familiar—, tu cara ya está en todos los juegos de té. Tarde para acobardarse».
Diana reveló que la noche previa a la boda tuvo una fuerte crisis de bulimia: «Comí todo lo que encontré». El día del enlace se levantó a las cinco de la mañana, sin apenas haber dormido. «Pero estaba muy calmada. Iba como el cordero que va al matadero». Recorrió el pasillo de San Pablo, con su vestido nupcial de 9.000 libras de entonces y su cola de 7,2 metros, «mirando a ver si veía a Camila, porque por supuesto sabía que estaba allí». Carlos y Diana no se hablaron en la comida nupcial.
Sin embargo, Dickie Arbiter, responsable de comunicación de Buckingham durante doce años, ofrece una versión más favorable para el actual monarca. Sostiene que en la primera parte del matrimonio «vivieron una felicidad genuina». En una entrevista en 1994, Carlos aseguró que se mantuvo fiel a su mujer durante los primeros cinco años y que retomó su relación con Camila en 1986, «cuando el matrimonio ya estaba irremediablemente roto».
Rey ecologista que odia la arquitectura moderna
La edad y el matrimonio en 2005 con su perenne amada y amante, la que de soltera era Camila Shand, han suavizado a Carlos, risueño y humorista en sus últimos años como Príncipe, en los que deambulaba como un poco ya de vuelta de todo.
El actual Rey ofrece una curiosa mezcla de lo camp y lo moderno. Abrazó muy tempranamente causas que hoy están tan en boga como el ecologismo, la agricultura orgánica o la medicina naturista. Pero al tiempo es un tradicionalista, que ha librado furibundas batallas contra la arquitectura moderna. Lo llevó hasta el extremo de fundar un pueblo experimental, Poundbury, una suerte de Disneylandia urbanística donde ha plasmado sus sueños constructivos.
Si hubiese que elegir un rasgo definitorio de la personalidad de Carlos III podría ser este que ha señalado su propia esposa: «Es un poco impaciente. Lo quiere todo hecho para ayer». Traducción: es extremadamente impaciente. Además, no soporta el más mínimo debate sobre sus ideas. Algunos invitados en Highgrove, su mansión georgiana en la campiña, han contado cómo se levantó de la mesa y se marchó airado con sus perros tras una mera observación de un comensal que le desagradó.
Carlos III gasta un punto ciclotímico. Es hombre de grandes entusiasmos, capaz de pasar una noche en vela absorto en una nueva idea. Pero carece de método. A diferencia de su madre, que primaba el trabajo sistemático, la eficacia y la claridad, Carlos actúa por impulsos, con fascinaciones efímeras. En los picos de subidón telefonea intempestivamente a cualquiera y a cualquier hora para sumarlo a un proyecto. Reunir equipos y motivarlos es una de sus mejores cualidades.
Si su madre desayunaba con un periódico hípico y lo gozaba en las carreras, su hijo es más de Shakespeare que de Ascot. Le gusta leer historia y ensayos y algunos amigos aseguran que solo ha acabado una novela, Ana Karenina, de Tolstoi. Él mismo es autor. Ha escrito una diatriba contra la arquitectura moderna, un cuento infantil y hasta un manual contra el cambio climático. Aunque es una persona sensible e interesada por casi todo, el 45 % de sus compatriotas lo ven desconectado de la realidad y solo un 36 % lo sienten próximo a la verdad de sus vidas.
Sufriendo en el internado
Carlos ha sido el primer heredero del trono inglés con título universitario, tras graduarse en Artes el Trinity College de Cambridge en 1970. Antes fue también pionero en acudir a un colegio y no ser educado por preceptores. Pero no hay nadie más palaciego. A diferencia de su madre, nacida en un piso de Mayfair, él ya lo hizo en Buckingham.
Toda su vida ha recordado con repulsión su paso por el duro internado escocés de Gordonstoun, instituido por el educador judío alemán Kurt Hahn, que tuvo el bueno ojo de huir tras el fuego del Reichstag. Carlos era un chico muy sensible y su padre Felipe, que ya había pasado por las recias aulas de Gordonstoun, se empeñó en enviarlo a aquel colegio poco convencional y de dura exigencia física. No funcionó: «Me tiraban sus zapatillas toda la noche, o las almohadas, y corrían por el dormitorio y me pegaban con toda la fuerza que podían», ha llegado a contar.
Hábitos excéntricos y dry Martini
Los hábitos de Carlos III presentan un punto excéntrico. Por ejemplo, jamás come al mediodía. «No funciono si hago el lunch». Desayuna pan de hierbas y té con miel y cena ensaladas. Exige que la cocción de los huevos dure tres minutos exactos. Es tan caprichoso con la comida que si acude invitado a la mansión de algún amigo se lleva a su propio chef. También se aliña el menú a su gusto, con condimentos propios que coloca al lado de los platos, incluso en los banquetes oficiales.
Carlos III controla la cantidad de agua que bebe durante el día para no verse obligado a salir al baño durante su actividad pública. Pero más que de agua es hombre de espirituosos, como delata la pigmentación rojiza de su nariz y carillos. El dry Martini es su copa. Dos mayordomos expertos le aportan el toque justo. También le relaja un buen escocés.
Hablando, su entonación es «posh» casi hasta lo paródico. Sus hijos han aflojado y han adoptado una vocalización más llana, cercana al estándar de la BBC. Vistiendo es leal a Savile Row, la meca de la sastrería a medida londinense. Se corta los trajes en Turnbull & Asser, en cuyo libro de medidas figura inscrito como Charles Smith. Su uniforme son las chaquetas cruzadas, que lleva siempre cerradas hasta el último botón, componiendo una imagen un poco de personaje de P.G. Wodehouse, más embutida que elegante, de flor en ojal y pañuelo. Algunos de esos trajes están sobados, o hasta con algún arreglo perceptible. Su padre también tenía a gala que ya nonagenario podía vestir algunos de sus abrigos de treintañero.
Carlos III se engalana con alfileres de corbata y relojes de oro. A veces luce unos gemelos Fabergé que fueron propiedad del último Zar. El peinado no guarda secretos: raya cerca de la oreja izquierda, hoy con pelo níveo y coronilla abacial. Si revolviésemos en los bolsillos de sus ternos hallaríamos muchos papelitos, porque apunta constantemente ideas en trocitos de papel.
La decoración de sus residencias es también clásica, pero con toques exóticos, muchos de ellos orientales. Tras su divorcio de Diana procedió a redecorar drásticamente Highgrove, retirando los tonos pastel tan gratos para su exmujer.
Otra peculiaridad es la de obseso de la ventilación y el fresco. En una visita al norte en un día gélido, uno de sus guardaespaldas ordenó que se dejase abierta una puerta trasera, dando lugar a una gran corriente. «Le gusta el frío, cuanto más mejor», fue su explicación a sus perplejos anfitriones.
Antes de la revolución Meghan, el Rey había logrado recomponer su relación con sus hijos, que sufrió tras la muerte de Diana. Carlos los utilizó en una operación de relaciones públicas orquestada por sus asesores de Clarence House y destapada por los medios, con la que intentó reconquistar al público encarnando el papel de sentido padre viudo.
En sus primeras medidas como Rey no ha mostrado tantos sentimientos. El pasado marzo, nada más publicarse el rencoroso libro de memorias de Harry, ordenó que los Duques de Sussex dejasen de disponer de la mansión de Frogmore Cottage, en Windsor, que les había regalado la Reina. Esa residencia pasará ahora al gran paria de la familia, el Príncipe Andrés. Enlodado por su trato con el pederasta Epstein, el hijo favorito de Isabel II ya no residirá en la zona noble del castillo de Windsor. Pero dado que le han retirado los honores militares, la paga oficial y toda tarea de representación, su hermano al menos le ha dejado un techo quitándoselo a la cargante pareja de Montecito (California).
Carlos lleva años pregonando que quiere una Casa Real más pequeña, moderna y sostenible. Léase menos royals revoloteando con roles de representación de la Corona. Su hermana Ana ya le ha respondido. En una entrevista desde Canadá le ha reprochado que «no parece una buena idea». Parece que nadie ha anotado las lecciones del silencio que practicó su madre.
Más rico que su madre
Sobre la fortuna personal de Charles Philips Arthur George Mountbatten-Windsor no existe un dato cierto. La horquilla que se baraja es muy grande. The Sunday times la cifra en 600 millones de libras, muy superior a la de su madre (370 millones), pues a su modo Carlos ha sido un hábil hombre de negocios. El cálculo que ha hecho el diario laborista The Guardian la eleva a 1.800 millones de libras. Portavoces de Palacio han desmentido ese dato propinándole al diario un fino y muy inglés repaso: «Aunque no comentamos las finanzas privadas, sus cifras son una mezcla altamente creativa de especulación e inexactitud».
El Rey se ha beneficiado de que está exento de abonar el impuesto por herencia. Su divorcio de Diana le costó 17 millones de libras de su bolsillo. Mirado con el dinero, aseguran que llega al extremo —o al buen detalle— de ir apagando luces que encuentra encendidas sin necesidad.
Sus dos propiedades más valiosas, heredadas de su madre, son las fincas y residencias de Sandringham, en Norfolk (costa este de Inglaterra) y Balmoral, en Escocia, el palacio donde murió Isabel II, que fue comprado por el Príncipe Alberto como regalo para su mujer, la Reina Victoria, en 1852. Se trata de dos enormes latifundios perfectamente preservados.
Curiosamente, su fijación con la agricultura ecológica resultó un fructífero negocio en su larga etapa como Príncipe de Gales, merced a su alianza con los supermercados de nivel alto Waitrose, Harrods y Fortnum & Mason, donde se comercializa su marca de alimentación orgánica, Duchy Originals. La constituyó en 1990 y en teoría se basa en productos cultivados en sus fincas. Buena parte de las ganancias se destinaron a su excelente labor filantrópica. Su bolsillo rebosa. Solo el Ducado de Cornualles le reporta 39 millones de euros al año. Sus ingresos privados netos anuales son, tras impuestos y obras sociales, de 7,6 millones de euros. Como filántropo, la fundación que mantuvo como Príncipe ayudó a más de 900.000 jóvenes con problemas a lo largo de los años.
Un reinado con retos muy exigentes
El problema de Carlos nunca será el dinero, sino preservar la institución monárquica, la unidad de su propio país y la vigencia de la Iglesia Anglicana de la que es cabeza, que está en caída libre en un país cada vez más ateo y multicultural. El Rey es creyente, aunque no hace gala de la intensa piedad de su madre. El Reino Unido puede fragmentarse por los tirones en Escocia e Irlanda del Norte. Además, todavía sigue pendiente la pesadísima digestión del Brexit, del que ya existe una mayoría social desencantada, porque los utópicos beneficios del día de la libertad que prometía el Leave nunca han llegado.
Paradójicamente, las amenazas a la unidad nacional pueden jugar a favor de la Corona, porque Carlos III, con sus luces y sombras, es parte del paisaje familiar de todos y puede convertirse, a la postre y a su errático modo, en argamasa del Reino Unido.
Especial realizado por:
Redacción: Luis Ventoso. Diseño: Ángel Ruiz y David Díaz.