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Juan Rodríguez Garat Almirante (R)

Marruecos, España y la seguridad de Ceuta y Melilla (I)

Cuando voces interesadas al otro lado del estrecho amplifican el ruido de sables es cuando los ciudadanos tenemos que recordar que, en el siglo XXI, la fuerza militar debe ser la última ratio, no la primera.

El mundo vive hoy un período de rearme que, para no echarle la culpa de todo al actual presidente de Rusia, conviene recordar que ya había comenzado antes de la invasión de Ucrania. Sin embargo, la guerra de Putin lo ha acelerado sustancialmente.

Por más que a algunos –influenciados por décadas de insistente propaganda antimilitarista, unas veces ingenua y otras interesadas– no les gusten las connotaciones históricas de la palabra «rearme», el fenómeno afecta de una u otra forma a la práctica totalidad de las naciones, incluida la nuestra. ¿Qué otra cosa si no es el prometido incremento de los presupuestos de defensa al 2 % del PIB para el final de la década?

También Marruecos, que vive desde hace mucho tiempo un período de tensión en su frontera con Argelia –en buena parte derivado de la pobre gestión de la crisis del Sáhara Occidental por el propio Marruecos y por la comunidad internacional, España incluida– está reforzando sus fuerzas armadas con material moderno, en su mayoría de procedencia norteamericana. Si se excluye la Marina Real, todavía modesta, la lista parece impresionante: aviones F-16 bloque 72, carros de combate M1A2, helicópteros Apache y cohetes HIMARS.

A pesar de que, desde hace ya dos décadas, Marruecos ha venido alineándose políticamente con occidente y abriéndose un hueco entre los aliados más fiables de los EE.UU. en África, los españoles seguimos sin fiarnos del antiguo enemigo histórico. No hace tanto tiempo que sonaba el cañón en nuestros territorios norteafricanos. Todavía no se ha cumplido un siglo del histórico desembarco de Alhucemas, y aún hace menos tiempo de la Guerra de Ifni.

Esté o no justificado, el recelo que nos inspira Marruecos no ha desaparecido del todo, al menos a nivel de la opinión pública. Por eso, cada vez que se anuncia en los medios nacionales la compra de material militar por el Gobierno de Mohamed VI, se reabre en la prensa –y, con mayor virulencia, en las redes sociales relacionadas con lo militar– el debate sobre la defensa de las ciudades autónomas.

Así las cosas, me pide El Debate que analice la seguridad de Ceuta y Melilla desde la perspectiva militar. En deuda con el periódico por el espacio que me ha cedido en muchas ocasiones para informar a nuestra opinión pública, poco versada en los asuntos de la defensa, sobre lo que realmente ocurre en la invadida Ucrania, acepto el desafío con dos salvedades que el lector debiera conocer antes de decidir si continúa leyendo.

Esté o no justificado, el recelo que nos inspira Marruecos no ha desaparecido del todo

La primera es que, a pesar de ser un soldado sin otras cualificaciones que las que exige mi profesión, tendré que moverme también en terrenos ajenos a la milicia. La doctrina lo impone. El análisis militar, en el nivel operacional en el que en su día estuve cualificado para desempeñar destino, cubre también necesariamente los factores políticos, económicos y sociales que, entre otros, y agrupados en el feo acrónimo PMESII, conforman uno de los ejes del planeamiento operativo de la Alianza Atlántica.

La segunda es más personal: soy un militar retirado, alejado desde hace años de los círculos donde se planea la defensa nacional en su doble vertiente, operativa y de generación de fuerza. Por esta razón, en todo aquello en que mis opiniones pudieran discrepar de las de quienes tienen hoy la responsabilidad de mandar las Fuerzas Armadas, con toda probabilidad seré yo quien esté equivocado.

Hay razones para estar preocupado, pero no siempre se enfoca correctamente

Vaya por delante que el debate sobre la seguridad de Ceuta y de Melilla no es en absoluto artificial. Hay razones para estar preocupado. Pero no siempre se enfoca correctamente. El recuerdo de la crisis de Perejil y las reiteradas declaraciones de autoridades marroquíes cuestionando la españolidad de las ciudades autónomas, aunque sea con fines de política interna –nada distrae más a los pueblos de sus problemas reales que la riña con los vecinos– anima a muchos españoles a centrar el problema precisamente donde no lo está.

La seguridad de Ceuta y de Melilla no depende directamente del balance entre los ejércitos español y marroquí

Cuando voces interesadas al otro lado del estrecho amplifican el ruido de sables es cuando los ciudadanos tenemos que recordar que, en el siglo XXI, la fuerza militar debe ser la última ratio, no la primera. Y, al menos por el momento, la seguridad de Ceuta y de Melilla no depende directamente del balance entre los ejércitos español y marroquí.

Un orden internacional basado en reglas

Con alguna frecuencia, los analistas que estudian el problema de las ciudades autónomas o las plazas de soberanía recurren a la historia para justificar el derecho de España. Razones les sobran, pero les falta la razón –con mayúscula– porque ni la palabra «historia» ni ninguno de sus derivados aparece en la Carta de la ONU, el documento que define las reglas del juego de las relaciones entre los estados.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, y ante la evidencia de que la historia siempre tiene dos caras –Marruecos suele remontar la suya al Imperio Almorávide, lo que le permitiría reclamar Sevilla o Granada, además de Ceuta y Melilla– la comunidad internacional, harta de sangrientas guerras de conquista, decidió consagrar el principio de integridad territorial. Quedó entonces congelada, teóricamente para siempre, toda reclamación basada en razones históricas. Lo que a cada nación pertenece –no importa si, subjetivamente, la frontera internacionalmente reconocida es justa o injusta– no puede arrebatársele por la fuerza de las armas.

Putin y la invasión a Ucrania

Es cierto que Putin ha invadido Ucrania haciendo caso omiso de ese principio, imprescindible para la convivencia pacífica de las naciones. Espero, por el bien del mundo, que fracase en un empeño que, de tener éxito, abriría una nueva caja de Pandora. A nadie interesa que la guerra vuelva a ser una herramienta válida para que los estados más poderosos impongan a sus vecinos las fronteras que les convengan.

Sin embargo, cualquier comparación de Rusia con Marruecos sería disparatada. La Federación Rusa es una potencia nuclear, con derecho de veto en la ONU. Si no lo fuera, probablemente el dictador del Kremlin no se habría atrevido a cruzar la frontera del país vecino. Y si, engañado por sus propias mentiras –algo que suele ocurrirles a los dictadores cuando se eternizan en el poder– hubiera dado la orden de atacar Kiev, sus tropas ya habrían sido obligadas a volver a su país, como lo fueron las de Sadam Hussein cuando el sátrapa iraquí, en un momento de especial megalomanía, creyó que podía invadir Kuwait impunemente.

Cualquier comparación de Rusia con Marruecos sería disparatada

Marruecos no es Rusia y, por mucho que alguno de sus líderes pudiera desear pasar a la historia como el «liberador» de las plazas españolas –quizá tanto como Putin anhela conquistar Ucrania– no puede permitirse el lujo de iniciar una guerra de agresión. Un ataque militar no provocado convertiría al Reino alauí en un estado paria.

Y eso es algo que Rusia, dueña de enormes reservas de gas natural y petróleo con las que cerrar algunos ojos y comprar algunas voluntades, quizá pueda aguantar durante algunos años. Pero no es ese el caso de Marruecos, que ni siquiera es autónomo desde el punto de vista militar. Mientras Rusia, a pesar de sus lagunas tecnológicas, es prácticamente autárquica en la producción de material bélico, el país vecino depende críticamente del apoyo de los EE.UU. y, en menor grado, de Francia y otros países europeos, España incluida.

La guerra híbrida

Eso no quiere decir que la defensa de nuestra soberanía en Ceuta y Melilla –y en las islas Chafarinas, el peñón de Vélez de la Gomera y las islas Alhucemas, quizá más vulnerables– no sea un problema real, que exige atención permanente del gobierno.

Hay muchas formas no militares de atacar la españolidad de las ciudades autónomas en su verdadero centro de gravedad, que hoy por hoy no está en sus fronteras internacionalmente reconocidas ni en las fuerzas del Ejército de Tierra que la guarnecen, sino en los corazones, las mentes y los bolsillos de los españoles… y no solo de los ciudadanos de las ciudades autónomas, aunque ellos sean quienes sufren directamente los inconvenientes de esta incruenta lucha.

Frente a estas amenazas, de naturaleza no militar –aunque algunas, como la manipulación de la inmigración, las acciones terroristas promovidas o toleradas y, de forma más excepcional, un hipotético cruce masivo de fronteras bajo la forma de una nueva marcha verde, pertenecerían claramente a la categoría de lo que hoy llamamos guerra híbrida– hay respuestas en el terreno de la diplomacia, de la seguridad del Estado y de la protección civil. Respuestas que, reconozcámoslo, pueden llegar a ser muy incómodas y hacer la vida más difícil a nuestros gobiernos. De eso, al fin y al cabo, va la guerra híbrida, de poner entre la espada y la pared a los responsables de decidir, en coyunturas donde tanto se pueda pecar por acción como por omisión, y aprovechar en beneficio propio los errores que así se cometan.

A todas las respuestas de España a la amenaza híbrida pueden contribuir las Fuerzas Armadas en el marco de la ley, pero eso no las convierte en actores principales del posible conflicto. El verdadero protagonista de la defensa de Ceuta y Melilla contra esas hipotéticas acciones de guerra híbrida ni siquiera es el gobierno. Es el pueblo español. Es nuestra voluntad la que un gobierno hostil en Marruecos trataría de debilitar para obtener concesiones de nuestros gobernantes.

Tenemos derecho a establecer una clara línea roja: el artículo 2 de la Constitución

Somos, pues, nosotros quienes debemos ser conscientes de que, ya sea en el norte de África o en Cataluña, tenemos derecho a establecer una clara línea roja: el artículo 2 de la Constitución. Un artículo que garantiza la unidad de España y que ni siquiera un gobierno presionado por las circunstancias más difíciles podría enmendar sin que lo aprobemos con nuestros votos la mayoría de los españoles.

Así pues, el arma más eficaz que cada uno de nosotros tiene para defender Ceuta y Melilla, nuestra primera línea de defensa ante las acciones de una posible guerra híbrida –que hoy vemos lejana pero no imposible– no es otra cosa que nuestra voluntad de ejercer, de acuerdo con la Constitución, el derecho que nos da la Carta de la ONU a nuestra integridad territorial.

Ceuta y Melilla serán españolas mientras nosotros queramos. Pero, ¿y si ocurre lo impensable? ¿Y si la guerra híbrida se convierte en guerra real? ¿Estamos en condiciones de prevalecer en una lucha armada por nuestro territorio soberano? Por consideración al fatigado lector, dejaremos esa importante cuestión para un segundo artículo, que quizá El Debate tenga la amabilidad de publicar más adelante.