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Juan Rodríguez Garat
Juan Rodríguez Garat
Almirante (R)

¿Quién es el culpable del último crimen de guerra en Kramatorsk?

No puede el Kremlin, después de haber reconocido el ataque a ese inexistente centro de mando ucraniano en Kramatorsk, echar la culpa a los misiles de Zelenski o al propio Washington

Actualizada 04:30

Los residentes locales caminan entre los escombros tras el ataque con misiles rusos en el centro de Kramatorsk

Los residentes locales caminan entre los escombros tras el ataque con misiles rusos en el centro de KramatorskAFP

Desde que Putin, frustrado por la dolorosa retirada de la región de Járkov, dio la orden de atacar objetivos civiles –algo que el dictador desde luego niega pero, como se puede leer en el evangelio de San Mateo, «por sus obras los conoceréis»– casi cada día se lanzan misiles sobre las ciudades ucranianas, muchas de ellas prácticamente indefensas. Ucrania es muy extensa y las armas occidentales, eficaces pero escasas, solo pueden proteger las capitales más importantes.

En algunos casos, los misiles que emplean las fuerzas de Putin son armas relativamente sofisticadas y precisas y, si no son derribados, tienen una alta probabilidad de alcanzar los blancos predeterminados en la infraestructura civil. Esto, desde luego, no legitima los ataques, pero al menos los hace menos sangrientos.

Sin embargo, en las ciudades más próximas al frente, el Ejército ruso, escaso de munición moderna, emplea misiles antiaéreos S-300 modificados, de los que tiene enormes cantidades que no necesita porque Ucrania, por el momento, prácticamente no dispone de aviación de combate.

Los misiles S-300 carecen de la precisión de los Kalibr o Iskander, y los rusos, desde luego, lo saben. Los convenios de Ginebra prohíben el uso de armas así en entornos urbanos porque no discriminan los objetivos civiles y los militares. Pero quizá sea eso lo que aprecia en ellos el criminal líder ruso, la capacidad para llevar la muerte a un puñado de personas elegidas al azar, en un acto que, si fueran otros los protagonistas, nadie dudaría en calificar de terrorista.

El pasado martes, el mentado azar quiso que uno de estos misiles cayese sobre un restaurante de la ciudad de Kramatorsk a la hora de la cena, causando doce muertos, tres de ellos menores. Nada novedoso en la Ucrania invadida, y menos en esta ciudad que ya el año pasado sufrió un ataque a la estación de ferrocarril con munición cluster –de racimo, en español– que causó más de cincuenta muertos civiles.

Sin embargo, en esta última ocasión, el mismo caprichoso azar ha querido que el crimen haya dejado algunos testigos irrefutables. Tres ciudadanos colombianos, de visita en la ciudad, resultaron heridos, afortunadamente de carácter leve. Pero, siendo extranjeros, su testimonio es suficiente para dar garantías de que el objetivo del ataque no fue un puesto de mando del Ejército ucraniano, como aseguró el portavoz del Ejército ruso, sino un atestado restaurante. Incluso en tiempo de guerra, la gente tiene que comer.

El presidente de Colombia, Gustavo Petro, poco sospechoso de albergar sentimientos prooccidentales, ha condenado este ataque como lo que es: una violación de las leyes de la guerra. No hay en esta condena nada que pueda sorprendernos. Lo que sí es curioso es la postura rusa ante una situación que seguramente no esperaba.

Para empezar, la presencia de testigos extranjeros creíbles hace imposible negar la evidencia. Tampoco puede el Kremlin, después de haber reconocido el ataque a ese inexistente centro de mando ucraniano en Kramatorsk, echar la culpa a los misiles de Zelenski o al propio Washington. ¿Quién es entonces el culpable, a los ojos de Rusia?

La primera versión, todavía incompleta, nos la da el embajador ruso en Colombia, que lamenta lo ocurrido pero, sibilinamente, apunta a la responsabilidad de los propios heridos. ¿Su argumento? Que la ciudad, situada a 25 kilómetros del frente, «no es un lugar adecuado para degustar platos de cocina ucraniana». Vamos, que la culpa es de ellos por estar allí. Y el corolario es aún peor: si los tres turistas colombianos hubieran ido a Madrid a tomar café, los doce muertos ucranianos en absoluto le habrían importado al torpe diplomático.

Más imaginativa, María Zakharova, la inefable portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores ruso, encuentra otro culpable. Juzgue el lector sus declaraciones, después de que sus militares hubieran asesinado a doce personas, niños incluidos: «¿Por qué una ciudadana ucraniana invitó a sus amigos colombianos a este lugar? Hay que hacer una investigación, tratar de entender por qué vinieron a este restaurante en Kramatorsk». Obsérvese que dice restaurante, no centro de mando. Y continúa, ya siguiendo la atípica línea que comenzó el embajador: «Nunca he oído que Kramatorsk sea un centro de gastronomía en esta región, y por qué se encontraron ahí es una huella de los saboteadores de Kiev».

Ahí es nada. Lo que es preciso investigar no es el cumplimiento del convenio de Ginebra, sino la gastronomía de Ucrania. Así quedará probado que la culpa de este crimen de guerra es de la escritora ucraniana Victoria Amelina, hoy en estado crítico en el hospital por una lesión en el cráneo.

No crea el lector que hay nada sorprendente en este esfuerzo casi ridículo por tergiversar la realidad. El Kremlin es siempre así. La única diferencia es que esta vez, y gracias a la presencia de los tres ciudadanos de Colombia, cualquiera que tenga los ojos abiertos les verá el plumero.

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