Se intensifican los círculos viciosos del Kremlin, una semana después del fracaso de la insurrección de Wagner
Una mezcla de lealtades aparentemente consolidadas y de hipocresías exhibidas se asienta en el entorno de Putin
El 26 de junio, dos días después de que Yevgueni Prigozhin ordenara dar marcha atrás a sus miles de mercenarios y sus 400 vehículos, Vladimir Putin volvió a dirigirse a los rusos; no para disertar de nuevo sobre los terribles acontecimientos, sino para congratularse por la celebración de un evento juvenil en la región de Tula. «Me gustaría subrayar que el desarrollo y la modernización de nuestra industria es nuestra prioridad absoluta, y deseo mucho éxito a los jóvenes empleados de nuestras empresas». Como si nada. Sin embargo, el discurso aparentemente insignificante significaba mucho: Putin sigue al mando del país y ahora se trata de encarar el futuro. Nada mejor que un evento juvenil para lanzar el mensaje.
Simultáneamente, las televisiones dedicaron largos minutos a mostrar al ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, inspeccionando unidades militares. Se le ve analizando mapas con generales, anotando, escuchando, interviniendo cuando lo estima oportuno. Léase: la persona cuya cabeza pedía Prigozhin con insistencia conserva la plena confianza del amo del Kremlin.
Qué más dan los reveses en el campo de batalla, el ministro de Defensa dispone de una baza: la lealtad, virtud cardinal a ojos de Putin. Y le debe mucho a Shoigú aunque este nunca haya evolucionado en su círculo de amigos, el de los empresarios sin escrúpulos, muchos de ellos antiguos oficiales de la KGB. El pacto entre ambos se remonta a 1999. Por aquel entonces, Shoigú, a la sazón ministro de Situaciones de Emergencia, gozaba de gran popularidad. Se convirtió en líder del nuevo partido presidencial y su buen hacer evitó una derrota electoral al presidente Boris Yeltsin, que enseguida nombró sucesor a Putin. Que le heredó. Y el agraciado siguió haciéndole todo tipo de favores
Una vez al año, los dos se escapan a la República de Tuva, en el norte de Mongolia, donde creció Shoigú. Allí, el presidente y el ministro pescan lucios en caudales de ríos helados. Más de un medio ha afirmado que fue en uno de aquellos parajes donde, en septiembre de 2021, Putin habría informado a su subordinado de sus planes de invasión de Ucrania. Antes que al resto de su corte.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, da igual, por lo menos de momento, que Shoigú sea, junto al general Valeri Guerasimov, jefe del Estado Mayor de la Defensa, el principal responsable de una «operación militar especial» diseñada para doblegar a Ucrania en una decena de días como mucho. Importa poco, asimismo, aunque un nivel más anecdótico, que los dos hijos de Shoigú se hayan librado de la incorporación a filas: uno de ellos está en Dubái; el otro, en Turquía, desde donde ha estimado oportuno ironizar en redes sociales.
Por eso es vana ya fomosa escena del día de la fallida insurrección: sentado en un banco, con el Kalashnikov entre las piernas, Prigozhin habla con Vladimir Alekseyev, el número dos de la inteligencia militar. «Quiero a Shoigú y Guerasimov», insiste. Alekseyev sonrió y le respondió: «pues cógeles». Podría concluirse de ese breve diálogo que hay disensiones en el seno de la jerarquía militar. Las hay, sin lugar a duda. También las hay: baste recordar la gran acogida que parte de los habitantes de Rostov dispensó a Prigozhin y a sus mercenarios, selfies incluidos.
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Pero el día anterior, el mismo Alekseyev había declarado en un vídeo que condenaba las acciones del Grupo Wagner como un golpe de Estado, una «puñalada por la espalda al país y al presidente. Solo el presidente tiene autoridad para nombrar a los altos mandos militares, y vosotros estáis intentando usurpar su poder». Las críticas de Prigozhin hacia la cúpula militar son compartidas por más de uno, aunque de momento, con su fogosa excepción, el silencio es sepulcral. El Kremlin es, en todo caso, un círculo muy vicioso en el que los reproches al jefe terminan siempre con una manifestación de adhesión inquebrantable hacia él.
Siempre que se mantenga esta premisa, es posible establecer una prudente clasificación de clanes. Uno de ellos es el que tiene como referente a Igor Sechin, apodado «Dark Vador», cabeza visible del conglomerado energético Rosneft. Antiguo traductor de la KGB, estrecho colaborador de Putin en su época de San Petersburgo, siempre ha ejecutado sus deseos, empezando por el desguace de otro conglomerado, el del magnate Mijail Jodorovsky, enemigo declarado de Putin. Sechin encarna mejor que nadie la codicia y la exhibición obscena de riqueza rápidamente acumulada –uno de sus yates fue registrado hace unos días en Tarragona por agentes de la Policía Nacional y del FBI–, por lo que desearía volver a la época de los negocios fáciles con Occidente.
Los zambombazos propagandísticos corren a cargo de Yuri Kovalchuuk, dueño de la banca Rossia y de un canal de televisión en el que los tertulianos llevan días pidiendo ajustes de cuenta con Prigozhin y el resto de los traidores. También está el expresidente Dimitri Medvedev, antaño moderado y hoy exponente del ala dura. Y Nikolai Patrushevm secretario del Consejo de Seguridad. Y Alexei Diunin, antiguo escolta de Putin, hoy gobernador de Tula. De momento, Putin calla.