Los presidentes y los suburbios: 65 años de fracasos
Macron ha recibido la pesada herencia de los siete presidentes anteriores sin conseguir aligerarla
El general Charles De Gaulle, probablemente el estadista más influyente de Francia desde Napoleón I, volvió al poder en 1958 –a la jefatura del Estado en 1959– para certificar el colapso de la IV República y edificar la V. Mas el cambio de régimen también coincidió con el inicio de la inmigración masiva: fue la época del gran traslado de magrebíes y subsaharianos –antes los primeros que los segundos– hacia la antigua potencia colonial. El ritmo progresivo hizo que, en los primeros años, las llegadas no modificasen los equilibrios demográficos, ni que la planificación urbanística hubiera demostrado sus límites. Cuando lo hicieron, Francia comenzó a deslizarse por una pendiente por la que sigue rodando.
Charles De Gaulle (1959-1969). Al ser preguntado por su memorialista –y también ministro– Alain Peyrefitte acerca de las razones que le llevaron a conceder la independencia, el gran estadista alegó la brutal proyección demográfica del nuevo Estado. De haber seguido formando Argelia, parte de Francia, «mi pueblo, Colombey-les-Deux-Églises terminaría llamándose Colombey las Dos Mezquitas», respondió en una fórmula que ha alcanzado la celebridad. Sin embargo, bajo presión de la gran industria –fabricantes automovilísticos y construcción– abrió las puertas a la llegada masiva de inmigrantes, que fueron alojados en construcciones improvisadas y nunca del todo renovadas desde entonces.
Georges Pompidou (1969-1974). El sucesor de De Gaulle estaba obsesionado por impulsar la «segunda industrialización» de Francia. Se puede decir que logró el objetivo en gran medida. Mas lo fue al precio de una mano de obra barata, constituida principalmente por una inmigración que se fomentaba. Bien es cierto que hizo votar la ley «anti-casseurs», la primera en contra de la violencia urbana organizada. Pero jamás hubiera pensado que los inmigrantes serían el objetivo prioritario de esa y las sucesivas piezas legislativas.
Valéry Giscard D’Estaing (1974-1981). Durante su septenio, se promulgó el decreto de Reagrupación Familiar, que permitía a un inmigrante traer a los suyos sin obstáculos administrativos. Un decreto que sí ha tenido graves consecuencias demográficas. De ahí el tardío reconocimiento de culpa por parte de Giscard sobre la «aplicación» de la reagrupación familiar. «La idea en sí era justa y generosa (...) Pero se aplicó mal, y me equivoqué al no supervisar más la aplicación; soy, por tanto, responsable», admite en su biografía escrita por el historiador Éric Roussel. «Aspirábamos al núcleo familiar tal como lo conocemos y vimos llegar núcleos familiares totalmente diferentes».
François Mitterrand (1981-1995). Giscard intentó frenar la inmigración al final de su mandato. El socialista Mitterrand, al principio del suyo, volvió a favorecerla, eso se sumó a que los hijos de inmigrantes de primera ola, empezaban a tener uso de razón y a manifestarse. La «marches des Beurs», en 1983, dio el pistoletazo de salida de las revueltas en las banlieues: Les Minguettes, Vaulx-en-Velin, La Courneve…. En vez de encauzar el problema, lo azuzó con la ideología multiculturalista. Hasta que se dio cuenta de que había ido demasiado lejos: «El umbral de tolerancia ha sido rebasado», dijo en los noventa. Demasiado tarde.
Jacques Chirac (1995-2007). Bajo su segundo mandato se produjeron los disturbios de 2005, los más graves hasta los del 27 de junio pasado. Apostó por el apaciguamiento a toda costa, con alguna tímida reacción legislativa como la ley sobre los signos religiosos en el espacio público. Le falto coraje y determinación.
Nicolas Sarkozy (2007-2012). El primero en querer encarar frontalmente el problema con la creación del Ministerio de Identidad Nacional e Inmigración, relacionando la una con la otra. Queda en la memoria su duro discurso de 2010 contra los roms, los nómadas gitanos, y los inmigrantes del otro lado del Mediterráneo. Los resultados no estuvieron a la altura de las esperanzas.
François Hollande (2012-2017). El segundo socialista en presidir Francia tras Mitterrand, llegó al Elíseo empeñado en regular la inmigración ilegal y clandestina –el escenario había cambiado mucho desde 1981–, mientras pretendía tener éxito allá donde sus predecesores fracasaron: la integración de los ya presentes. Sin embargo, la ola de atentados a partir de 2015, cambió la percepción del problema, aunque ya constaba la gravedad de la penetración islamista en las banlieues. Tras las matanzas de noviembre de 2015, quiso que el Parlamento votara la retirada de la nacionalidad a los terroristas condenados. Era más de lo que podía soportar la izquierda de la «superioridad moral».
Emmanuel Macron (desde 2017). Obviamente, no es responsable de la herencia dejada por los siete presidentes que le precedieron. Pero en 2017 rechazó las conclusiones de un informe bastante realista pergeñado por el exministro centrista Jean-Louis Borloo para no defraudar a ala de izquierdas de su mayoría parlamentaria. Durante la crisis de los Chalecos Amarillos, recuperó pronto la iniciativa. Desde hace unos días, da la sensación de estar a remolque de los acontecimientos. Si reacciona con el enésimo plan de subvenciones, sentará las bases de la siguiente revuelta.