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La primera ministra de Francia, Elisabeth Borne

Élisabeth Borne

No tenía que haber sido primera ministra

Borne llegó a Matignon de forma accidental y se comportó como ya se barruntaba: indiscutible competencia, nulo sentido político

Élisabeth Borne no tenía que haber sido primera ministra de Francia. Su nombramiento, en mayo de 2022, tres semanas después de la reelección de Emmanuel Macron, fue accidental: el presidente tenía reservado el cargo a una mujer y sus preferencias se proyectaban sobre la alcaldesa de Reims y antigua ministra de Jacques Chirac, Catherine Vautrin.

Mas cuando el decreto que la hubiera llevado al palacio de Matignon estaba a punto de ser promulgado, el ala izquierda de la macronie se plantó ante el presidente y amenazó con no apoyar a la tercera jefa de Gobierno consecutiva de centro derecha, después de Édouard Philippe (2017-2020) y Jean Castex (2020-2022). Sobre todo, no le perdonaban el haber participado, en los inicios del mandato de François Hollande, en las manifestaciones contra la legalización del matrimonio homosexual, las famosas manifs pour tous.

A Macron no le quedó entonces más remedio que nombrar a Borne que, si bien había sido ministra en todos sus gobiernos desde 2017, representaba la antítesis perfeccionada de Vautrin: mientras la primera edil de la capital del champán era una política cercana a las pretensiones de la gente de a pie –lo cual no restaba eficacia a su gestión–, de esas que se patean la calle, Borne personificaba la tecnocracia a la francesa, como lo demuestra su diploma de la Escuela Politécnica –uno de los viveros de las élites galas–, su experiencia en el Ministerio de Transportes su paso por diversos gabinetes técnicos –siempre socialistas–, su cargo de prefecta o su presidencia de una importante empresa pública ferroviaria.

Unas virtudes idóneas para culminar una negociación presupuestaria, poner fin a una huelga de pilotos, presentar un ambicioso plan de autopistas o impulsar reformas de largo calado en cualquier área económica, social, medioambiental o sanitaria de cualquier gobierno. De hecho, lo hizo: valgan como botón de muestra la dramática reforma de las pensiones de marzo pasado. En ningún momento Borne perdió la calma frente a las manifestaciones violentas o la guerrilla parlamentaria de las oposiciones; tampoco flojeó en su determinación. Lo mismo cabe decir de la más reciente y no menos dramática ley de inmigración sobre la cual el Consejo Constitucional fallará el próximo 25 de enero.

Sentido y olfato puramente políticos

Sin embargo, estar en Matignon significa, asimismo –la práctica de la V República lo demuestra con creces–, tener sentido y olfato puramente políticos; especialmente cuando no se dispone de mayoría absoluta. Y en ese aspecto, el fracaso de Borne es flagrante: una treintena de mociones de censura y una veintena de recurso al polémico artículo 49.3 en apenas 20 meses indican una clara incapacidad para establecer alianzas parlamentarias duraderas –con el centro derecha, por ejemplo– o pactos de legislatura sectoriales en áreas estratégicas. En suma, adoleció desde el primer día hasta el último de la mano izquierda que precisa el ejercicio de la jefatura del Gobierno.

A todo ello han contribuido su escasa experiencia estrictamente política –su primera unción del sufragio universal tuvo lugar en las legislativas de 2022, cuando resultó elegida diputada por un distrito normando–, y también, por qué no decirlo, un legendario mal genio, la consiguiente falta de empatía y un sentido del humor inexistente. Bien es cierto que tuvo que aguantar ataques de bajo estilo acerca de su supuesto lesbianismo –jamás comprobado– o sobre sus orígenes familiares, como el suicidio de su padre que tanto la marcó. Como es innegable que puso en marcha con disciplina y sin quejas públicas todo lo que Macron le pidió. Por lo tanto, la pelota está en el tejado del jefe del Estado, cuyo segundo mandato ya está más que lastrado. Y acaba de saltar el «fusible Borne».