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AnálisisAquilino Cayuela

El miedo, el interés personal y el honor, una trilogía para entender las guerras

Los realistas, desde los griegos hasta José Ortega y Gasset, creían que la guerra era inherente a la humanidad a partir de las diferencias y disputas de unos con otros

Militares ucranianos caminan por la carretera hacia su base cerca de la línea del frente en la región de DonetskAFP

Las raíces del realismo nos llevan 2.400 años atrás, hasta la descripción descarnada del comportamiento humano que hizo Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Tucídides apuntó que el miedo (phobos), el interés personal (kerdos) y el honor (óoxa) motivan a la naturaleza humana.

En lugar de recurrir a los preceptos morales de la democracia occidental o a esquemas utopistas del globalismo reinante y en veloz decadencia, un realista acudiría a la historia y a las raíces de la libertad arraigadas en el corazón humano. La naturaleza humana (con el miedo, el interés personal y el honor) contribuye, según Tucídides, a la existencia de un mundo donde los conflictos y las coacciones son constantes.

Cada nación, por temor a calcular erróneamente ese equilibrio, debe intentar compensar los errores que aprecie aspirando constantemente a una superioridad de poder. Esto es lo que inició la Primera Guerra Mundial, cuando la Austria de los Habsburgo, la Alemania del káiser Guillermo y la Rusia zarista trataron de inclinar la balanza a su favor y erraron en el cálculo de manera estrepitosa.

En última instancia, la existencia de una conciencia moral universal que considere la guerra como una «catástrofe natural» más que como una extensión natural de la política exterior, puede limitar la aparición de una guerra. Pero la concatenación y confluencia de diversas crisis puede ocasionar, así fue en 1914, que se alcen las jambas del templo de Jano. Esta metáfora alude a la antigua Roma donde se abrían de par en par las puertas del templo del dios bifronte (Jano), situado en la colina del Janículo, cuando se hacía inevitable una guerra.

Los realistas creían que la guerra era inherente a la humanidad

Como indicaba Robert D. Kaplan, (La venganza de la geografía, 2017), entre los relistas, fue probablemente Hans J. Morgenthau, un refugiado alemán y profesor en la universidad de Chicago, quien en 1948, compendió de manera exhaustiva el realismo moderno en Política internacional: una lucha por el poder y la paz. Decía que «el realismo nunca muere, porque refleja a la perfección el comportamiento real de los Estados, detrás de la fachada de los valores en que basan su retórica».

Los realistas, desde los griegos y chinos antiguos, hasta José Ortega y Gasset y su contemporáneo francés Raymond Aron, a mediados del siglo XX, creían que la guerra era inherente a la división de la humanidad, en Estados y otras agrupaciones humanas. De hecho, la soberanía y las alianzas casi nunca se dan en un vacío, sino que surgen a partir de las diferencias y disputas de unos con otros.

Los devotos de la globalización de hoy hacen hincapié en lo que «une a la humanidad», pero sólo según ciertos parámetros morales de tolerancia y aceptación de un determinado progresismo; o en la creencia de que una nación democrática significa necesariamente que su política exterior va a resultar mejor y más beneficiosa que la de sistemas autoritarios.

Pero tal imposición globalista presupone una cierta «religión oficial progresista» basada en la imposición legal de ciertas ideologías multicolor: generismo; LGTB…, neofeminismo; medio-ambientalismo, etc. En definitiva, el colorín utópico recogido en la agenda 2030. Un fantasma, a todo esto, que nos cuesta muchísimo dinero de mantener para que ciertos ineptos de la escena política, nacional e internacional vivan a cuerpo de rey.

Pero los relistas conocemos que democracia y moralidad no son sinónimos. Máxime una democracia corrompida con «posverdad» y «conglomerados ideológicos» que se autodenominan «progresismo».

Democracia y moralidad no son sinónimos

Los realistas sabemos que a todas las naciones y grandes alianzas políticas les asalta la tentación de disfrazar de fines morales universales sus acciones y sus aspiraciones particulares. Una suerte de nueva religión secular, un mesianismo totalitario blando, que no sostiene la más mínima reflexión seria.

Saber que las naciones están sometidas a una ley moral universal (al modo ilustrado) es una cosa, mientras que pretender conocer con certeza lo que es bueno y lo que es malo para el devenir de la humanidad, sus relaciones internacionales y su destino es otra cosa muy distinta. Una pretensión peligrosa.

A mediados del siglo XX el filósofo, Isaiah Berlin, polemizó (en el contexto de la 2ª Guerra Mundial) con los historiadores Arnold Toynbee y Edward Gibbon, quienes defendían que «vastas fuerzas impersonales» como la geografía, el entorno y las características étnicas determinen nuestras vidas y la dirección de la política internacional. Algo de esto hay de cierto.

Isaiah Berlin les reprochaba, en su discurso La inevitabilidad histórica (1953), que es inmoral contemplar a las naciones y las civilizaciones «como entes 'más concretos' que los individuos que las constituyen», y que consideren algunas abstracciones como la «tradición» o la «historia» en abstracto «más juiciosas que nosotros mismos».

Berlin, en respuesta, defiende que el individuo y su responsabilidad moral son primordiales y, por lo tanto, nadie puede atribuir la responsabilidad de gran parte de sus acciones o su destino a factores abstractos como el entorno o la cultura. Las motivaciones de los seres humanos tienen gran importancia para la historia; no se trata de falsas ilusiones que puedan justificarse aludiendo a fuerzas mayores.

Los realistas valoramos más que las inercias la libertad porque ella es la que cobra importancia, en última instancia, una vez que se ha establecido lo primero. Churchill mostró esto a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Considerando el peso de los elementos geográficos, históricos, culturales y religiosos creemos en la responsabilidad de los individuos y la necesidad de despertar, en medio de las amenazas y peligros presentes venideros, de esta cultura anestesiada.