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Juan Rodríguez Garat
AnálisisJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

Guerra de guerrillas en los cielos de Ucrania

En un estado policial, como el que Putin ha establecido en Rusia desde que el fracaso de la «operación especial» ha dado paso a la guerra abierta, el miedo a las delaciones es un factor que hay que tener en cuenta

Actualizada 04:30

Soldados del Ejército de Ucrania, en el frente

Soldados del Ejército de Ucrania, en el frente@DefenceU

Por más que la verdad sea siempre la primera víctima de toda guerra, es difícil entender lo que ocurre en Ucrania sin leer directamente lo que el Kremlin trata de hacer creer a su pueblo. En la prensa generalista rusa –convertida en la voz de Putin por la vía de diferentes enmiendas al código penal– puede el lector encontrar, en el macarrónico castellano de los traductores automáticos, matices de sorprendente ingenuidad que nunca aparecerán en las versiones edulcoradas de los analistas prorrusos.

Yak-52

Yak-52Fotografía Erik Coekelberghs

El pasado 16 de julio –Patrona de la Armada, por cierto– la edición digital de Izvestia publicaba como primera noticia y acompañada de un recuadro que la calificaba como «importante», un hecho singular: Las Fuerzas Armadas rusas derribaron una avión ucraniano Yak-52 con ametralladora. Estamos acostumbrados a leer noticias de derribos de Mig-29, que suman ya muchos más de los que nunca tuvo Ucrania. Pero, ¿un Yak-52? Por si el lector no quiere molestarse en buscarlo en Google, se trata de un pequeño avión de hélice desarmado, diseñado en los años 70 para la instrucción básica de vuelo. Su velocidad máxima es de 285 km hora, menos de la mitad de la de los cazas de la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué tanto alborozo? Para dar una respuesta hay que retroceder algunos meses, hasta el momento en que se abrieron camino en las redes sociales las primeras noticias de que algunos de estos aviones, pilotados por aficionados de aeroclubs y llevando en el asiento trasero un tirador con un fusil, se dedicaban a derribar drones rusos en la retaguardia del frente ucraniano. El testigo de estos ataques no podía ser más incómodo para el Kremlin, ya que no podía calificar de falsas las imágenes obtenidas por las cámaras del propio dron abatido.

En los últimos días, las redes sociales rusas se hicieron eco de fotografías, al parecer tomadas desde uno de sus Lancet, que mostraban a un Yak-52 con marcas de derribos –esas pequeñas siluetas dibujadas en el fuselaje que identifican a los enemigos destruidos– de seis drones Orlan y dos Lancet. La ofensa, desde luego, no podía quedar impune. Al menos en papeles. Así se explica el alto perfil de la noticia publicada en los periódicos rusos de mayor tirada.

¿Qué importancia tiene todo esto? Vaya por delante que, desde el punto de vista militar, la destrucción de un puñado de drones rusos por aviones civiles ucranianos supone menos que una gota de agua en la marea de la guerra. Por la otra parte, el derribo de un Yak-52, suponiendo que fuera cierto –y apostaría a que no es así, porque dudo que ninguno de estos aviones se acerque al frente lo suficiente o ascienda a una cota que le ponga a tiro de las baterías rusas– cambiaría todavía menos el equilibrio bélico.

¿Por qué entonces escribir sobre ello? Que lo hagan los rusos tiene cierta lógica porque aspiran a vengar el agravio, al menos en el espacio de la información. Pero el lector tiene derecho a preguntar qué mueve al autor de este artículo. Y, entre tanta especulación, esa es una de las pocas respuestas que puedo dar de primera mano. Aparte de intentar entretener a los lectores –son muchos los que me han dicho que, si no de mis artículos, sí disfrutan de las quejas de los rusoplanistas que invariablemente los acompañan– hay dos aspectos que merecen cierta atención.

Las redes sociales rusas

El primero es la vulnerabilidad del régimen ruso a las redes sociales. Con la prensa amordazada, ¿hasta qué punto es libre el Telegram? Es difícil valorarlo, y no solo por razones técnicas. En un estado policial, como el que Putin ha establecido en Rusia desde que el fracaso de la «operación especial» ha dado paso a la guerra abierta, el miedo a las delaciones es un factor que hay que tener en cuenta. Los rusos saben bien lo que ocurría bajo el régimen comunista y, por si lo habían olvidado, en estos días se han presentado en la Duma nuevas leyes que vienen a convertir la crítica al Ejército en un delito equivalente al terrorismo.

Captura de pantalla. 16 de julio

Captura de pantalla. 16 de julioEl Debate

A falta de una respuesta definitiva para nuestra pregunta, el esfuerzo del Kremlin por publicitar el derribo del Yak-52, ya sea real o inventado, es una excelente señal. Demuestra que a ellos, que saben lo que tienen entre manos, sí les preocupa el asunto. Y ese rescoldo de libertad que parece quedar en Rusia es una buena noticia para el resto del mundo.

La nueva guerra de guerrillas

El otro asunto sobre el que merece la pena detenerse está en la forma, muchas veces imaginativa y novedosa, con la que la sociedad ucraniana apoya el esfuerzo bélico de su país. El mejor ejemplo de la participación eficaz de civiles en la defensa de su territorio nacional quizá esté en la fabricación de drones con componentes comerciales en los sótanos de domicilios particulares, y en el manejo de muchos de ellos por voluntarios con más o menos experiencia en los campos de batalla de Ucrania. Sobre todo cuando más falta hacían, en los primeros días de la invasión.

Dos años después, ocurre lo mismo con la fabricación de distintos tipos de vehículos terrestres y navales no tripulados, creados por pequeñas compañías privadas desde instalaciones suficientemente pequeñas para que no puedan ser identificadas y alcanzadas por los misiles rusos.

La más reciente de estas imaginativas manifestaciones de la voluntad de vencer del pueblo ucraniano es todavía más exótica: la caza de drones con un fusil desde el asiento trasero de un avión de aeroclub. No es eso exactamente –son otros tiempos– lo que hacían los hombres del Cura Merino en nuestra guerra de la Independencia, pero sí es una muestra más de lo difícil que es domar a los pueblos desde que la especie humana ha desarrollado lo que hoy llamamos conciencia nacional.

No lo consiguieron –como bien saben los propios rusos– Napoleón o Hitler. Tampoco lo hicieron la Unión Soviética ni la OTAN, ambas incapaces de imponer un orden diferente –ya fuera comunista o democrático– sobre el fundamentalismo afgano.

Con menos cartas ganadoras en su mano, es difícil creer que Putin vaya a cambiar la historia. Me parece mucho más probable que sea la historia la que le cambie a él.

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