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Trump, un ególatra no tan diferente

La polarización y las teclas populistas que pulsa el candidato republicano, unas ciertas, y otras de zafia demagogia le han llevado a empatar en los sondeos a menos de cinco días de las elecciones

El expresidente de Estados Unidos y candidato republicano, Donald Trump, en Nueva YorkAFP

Mentiroso, peligroso para la democracia, engreído, narcisista, ególatra, divisorio, autócrata, controlador absoluto de su partido, tramposo, irascible, bocazas, machista, agresor sexual, defraudador, inquietante aislacionista en lo internacional… Podríamos seguir, de todo eso ha sido calificado por analistas serios el nuevamente candidato a la Presidencia estadounidense, Donald Trump.

Si el personaje posee, en alguna medida, todos esos rasgos uno puede preguntarse cómo Trump tiene no pocas posibilidades de ser elegido de nuevo presidente de un país en el que impera la democracia y no ha sufrido una dictadura en sus doscientos cincuenta años de existencia. ¿Qué tiene el personaje?

Para los europeos es inexplicable. Nos hacemos cruces con que un hombre de esta catadura pueda dirigir el mundo libre. En Alemania, el 77 % de los encuestados sobre este asunto votarían a Kamala Harris en lugar de a Trump, en Reino Unido, 50 frente a 21, en Dinamarca, 85 contra 8. En España, cualquier contrincante también barrería a Trump.

En España, con todo, deberíamos pasmarnos menos. Varios, ¿los diez primeros?, de los rasgos que subrayo de Trump pululan en la idiosincrasia de Pedro Sánchez y aquí se le ridiculiza con menos fruición, aunque las similitudes sean chocantes. Pensemos, por ejemplo, en la propensión a mentir sobre cualquier tema, en el rapto del partido al que pertenecen que ha dejado de ser un lugar de reflexión y debate, en su insistencia en la imaginada conspiración político-jurídica, en su descalificación rotunda del adversario, allí Trump asegura que «los demócratas son peores que los rusos y los chinos» y aquí Sánchez y sus palmeros tachan a toda la oposición de fascista, allí se habla descarnadamente del «enemigo interior», de la «caza de brujas» y aquí se propala sincronizadamente el eslogan falaz de la «máquina del fango».

Lo que nos lleva a otra coincidencia que explica el éxito de Trump: la polarización. Estados Unidos se encuentra también en un momento de absoluta división fomentada por el antiguo presidente. Todo vale para derrotar al detestado enemigo. Se pasa por alto lo que Trump tuvo que hacer, por lo que sería condenado en los tribunales, para silenciar sus aventuras extraconyugales en campaña electoral y se busca imputar a un hijo de Biden en el Congreso (aquí hay un cierto paralelismo entre la familia cercana de Sánchez y el intento de enturbiar la imagen de Ayuso). Los republicanos callan y miran para otra parte ante los excesos de Trump. Hay también un «Antiguo testamento», como Trump o Mitt Rommey o Liz Cheney que no le votarán y lo manifiestan. Paso que no se atreve a dar aquí la vieja guardia del PSOE, a pesar de su irritación por la amnistía, el cupo catalán y un largo etcétera.

Trump ha sabido inculcar en bastantes republicanos que lo que han perdido en el pasado reciente, por ejemplo las elecciones, es porque se les ha robado políticamente, que el triunfo de Harris significará el continuado aumento del coste de la vida, que subirá la gasolina, el «bacon», los seguros de todo tipo, que se difuminará la grandeza de Estados Unidos como país, que los demócratas no saben tratar a las otras potencias (lo que resulta curioso en un político que tiene debilidad por autócratas como Vladimir Putin al que asegura que él sí sabrá manejar). Entre sus bravuconadas está la de que él terminará con la guerra de Ucrania en pocos días y que el dictador norcoreano lo echa de menos. No le falta razón en que éste, Putin, Viktor Orbán, los israelíes, Arabia Saudí y probablemente Marruecos votarían por él.

Es un hecho que el voto latino viene siendo mayoritariamente demócrata, pero Trump va a reducir el desnivel

En la campaña ha hecho abundante fértil uso de la amenaza de la inmigración, haciendo afirmaciones truculentas, y de la laxitud con la que la Administración Biden-Harris han tratado el tema. La idea ha calado incluso en la población hispana asentada en el país no siempre simpatizante de los ilegales. Es un hecho que el voto latino viene siendo mayoritariamente demócrata, pero Trump va a reducir el desnivel de otras elecciones.

En ocasiones, Trump se desmarca sin que su partido rechiste, no habla del problema del déficit, enorme en Estados Unidos y bestia negra republicana, tampoco de alargar la edad de la jubilación y se ha distanciado del programa conservador de la Heritage Foundation que se pensaba le iba a inspirar. Él mismo declara con asombro: «Si hablo de reducir los impuestos, la gente apenas aplaude. Si hablo de los transexuales la gente se calienta. Esto no ocurría hace poco años».

La polarización y las teclas populistas que pulsa el candidato republicano, unas ciertas, «yo no he llevado al país a ninguna guerra» y «la mayoría estaba mejor económicamente cuando yo fui presidente que ahora», y otras de zafia demagogia como que los inmigrantes son capaces de comerse a las mascotas de los americanos han llevado a Trump a empatar en los sondeos a menos de cinco días de las elecciones.

Parte de la partida está jugada. Y la carrera puede dilucidarse en cómo voten un par de estados, Pensilvania y Wisconsin o Michigan, y en si más mujeres blancas y jóvenes, pensando en las posturas sobre el aborto, acuden masivamente a apoyar a Harris. Si son los hombres blancos los que van decididamente a las urnas, Trump ganará el trofeo para desesperación de Ucrania e inquietud en Europa.