El Partido Demócrata y su cruzada contra el Colegio Electoral en Estados Unidos
En una nación profundamente dividida, ningún candidato debería poder triunfar apelando sólo a las elites metropolitanas y despreciando a aquellos sabios ciudadanos que viven en el vasto abismo que existe entre las costas
En los países que comparten la civitas occidental, los temas constitucionales más técnicos suelen ser los más polémicos. Tal es el caso del «colegio electoral» (Electoral College), una cohorte de electores presidenciales que se reúne cada cuatro años con la tarea expresa de consumar la elección del presidente de Estados Unidos. Este dispositivo político, exclusivo de Estados Unidos, es a menudo fuente de gran confusión en Europa y, cada vez más, el blanco de la ira de la izquierda política en los propios Estados Unidos.
El mecanismo del colegio electoral fue establecido por el Artículo 2, Sección 1, de la Constitución de los Estados Unidos, según el cual cada uno de los 50 estados del país nombra un número de electores «igual al número total de senadores y representantes a los que el estado puede tener derecho en el Congreso».
En el extremo más numeroso del espectro tenemos a California con 54 electores (siendo esta la suma de 52 miembros de la Cámara de Representantes y dos miembros del Senado) y Texas con 40 (siendo 38+2); y en el extremo modesto tenemos los estados con apenas tres electores cada uno, algunos de los cuales son físicamente inmensos, y todos ellos escasamente poblados: Alaska, Delaware, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Vermont y Wyoming, que tienen cada uno dos senadores y un representante.
Washington, D.C., aunque no es un estado, también tiene tres electores, gracias a la 23ª Enmienda de la Constitución. Hay un total de 538 votos en el colegio electoral, y el candidato que obtenga la mayoría de estos votos gana la Presidencia, independientemente del porcentaje que obtenga del total de votos nacionales (la suma de cada voto emitido en todo el país).
En otras palabras, un candidato puede convertirse en presidente perdiendo el voto popular si obtiene 270 o más votos en el colegio electoral. Ha habido cinco ocasiones en las que el ganador del voto popular (ya sea por mayoría o por pluralidad) no ha llegado a ser presidente, dos de ellas en el siglo XXI: en las elecciones de 2000, Al Gore ganó la votación a nivel nacional por alrededor de medio millón, sólo para perder después de que la Corte Suprema dictaminó que George W. Bush había ganado en Florida, inclinando así los 30 votos del colegio electoral de ese estado hacia Bush, suficientes para entregarle la Casa Blanca.
Hillary Clinton obtuvo 2,8 millones de votos más en todo el país que Donald Trump en 2016, pero este último ganó contundentemente en el colegio electoral. Esta «aritmética injusta», a los ojos de muchos miembros del Partido Demócrata, ha impulsado una campaña para desacreditar al Colegio Electoral por considerarlo antidemocrático y anacrónico. Algunos demócratas prominentes llegan incluso a argumentar que las disposiciones constitucionales que establecieron el Colegio se implementaron para favorecer a los estados propietarios de esclavos del Sur, un argumento que no se sostiene, dado que todos los estados en ese momento permitían la esclavitud.
Un candidato puede convertirse en presidente perdiendo el voto popular si obtiene 270 o más votos en el colegio electoral
El Colegio Electoral podría desempeñar un papel destacado (e incendiario) una vez más si Trump obtiene un porcentaje menor del voto nacional que Kamala Harris, pero gana la Presidencia por mayoría en el Colegio. Preparémonos para los aullidos de protesta de la izquierda, que tratarían de presentar como ilegítima una presidencia de Trump así asegurada. Pero tales protestas serían equivocadas, y en sí mismas de naturaleza incendiaria, ya que cuestionarían la legitimidad de la propia Constitución de los Estados Unidos, así como la clara intención de los fundadores del país.
El principio fundamental que opera aquí es que hay una diferencia entre lo que hace que la democracia sea «más democrática» y lo que hace que la democracia funcione bien. Y no hay duda de que el Colegio Electoral, una parte orgánica y profundamente arraigada de la Constitución, hace que la democracia estadounidense funcione bien.
Estados Unidos es un país grande con una diversidad compleja que se reconoce en las disposiciones constitucionales sobre el federalismo. El poder de los estados permite componer una mayoría que represente el todo dividido en partes, en lugar de un todo monolítico u homogéneo. Sin el colegio electoral, Estados Unidos estaría gobernado por las ciudades populosas: Nueva York, Los Ángeles, Chicago. Las elecciones se centrarían en estas vastas metrópolis y las divisiones del país –tanto políticas como culturales– serían más marcadas.
La separación de poderes y el federalismo son los pilares gemelos de las «precauciones auxiliares» que The Federalist (una colección de artículos escritos por Alexander Hamilton, John Jay y James Madison exhortando a la ratificación de la Constitución) declaró necesarios para una gran república (además de las elecciones, por supuesto). Como argumentó el historiador Allen Guelzo en un artículo publicado en National Affairs en 2018: «El Colegio Electoral no es anticuado ni tóxico; es una institución subestimada que ayuda a preservar nuestro sistema constitucional y merece una defensa total».
Desmantelar el Colegio Electoral equivaldría a desmantelar el federalismo
El sistema del Colegio Electoral, explicó, «no sólo está integrado en la estructura de nuestro gobierno constitucional; también es emblemático del hecho de que somos una república federal». Desmantelar el Colegio Electoral equivaldría a desmantelar el federalismo. «Después de eso, no tendría sentido tener un Senado (que, después de todo, representa los intereses de los estados) y, eventualmente, tampoco tendría sentido tener estados, excepto como departamentos administrativos del gobierno central».
¿Realmente queremos un sistema electoral en el que los candidatos pasen todo su tiempo haciendo campaña en los estados de California, Texas, Florida y Nueva York (donde las concentraciones de población son más altas) y no pongan ni un pie en Wyoming, Vermont, las Dakotas, Alaska, Delaware, Virginia Occidental, Rhode Island, New Hampshire, Montana … La lista de estados ignorados por los candidatos sería, de hecho, larga.
En noviembre de 2016, Larry P. Arnn, presidente de Hillsdale College (una universidad privada que es a la vez conservadora y cristiana), escribió en The Wall Street Journal que «es una vergüenza que el ganador de este año, el señor Trump, haya perdido el voto popular por un pelo». Pero habría sido más vergonzoso, continuó, «si la señora Clinton hubiera prevalecido a pesar de perder masivamente el voto geográfico, el voto que abarca el espacio [del país], el voto que refleja las diferentes formas en que viven los estadounidenses».
En una nación profundamente dividida, ningún candidato debería poder triunfar apelando sólo a las elites metropolitanas y despreciando a aquellos sabios ciudadanos que viven en el vasto abismo que existe entre las costas.
*Tunku Varadarajan es columnista del The Wall Street Journal. y miembro del American Enterprise Institute