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AnálisisAgustín Rosety Fernández de Castro

Después de Ucrania, evitemos lo impensable

Hoy, en Europa, la guerra vuelve a ser posible y hay que disuadir la amenaza de que se haga realidad

La 24 brigada mecanizada de las Fuerzas de Defensa de Ucrania@DefenceU

Más de mil días después de la agresión de Rusia a Ucrania, el conflicto parece abocado a un desenlace a medio o corto plazo. «En veinticuatro horas termino con la cuestión» dijo en su campaña el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump. Las cosas no son tan sencillas, y el mandatario estadounidense, firmemente afianzado en el realismo de su enfoque geopolítico, lo sabe mejor que nadie. Tal vez por eso, pasadas las elecciones, haya nombrado como consejero para Ucrania y Rusia al general Keith Kellogg, un veterano curtido en las campañas de ultramar y un asesor de seguridad experimentado que ya sirvió al presidente en su primer mandato.

La mediática exhibición por parte del presidente ruso de un misil Oreshnik —amablemente traducido por «Avellano», como si eso aclarase algo— unida a una puntualización, más que a un cambio, en la doctrina nuclear rusa, no es más que una demostración de fuerza, una acción típica en toda maniobra de crisis. Porque, por encima de tratarse de una guerra limitada, el conflicto de Ucrania está envuelto en una crisis internacional generalizada. La «operación especial» de Rusia, antes aún que a su irredentismo, obedece en realidad a su histórica autopercepción de confinamiento y a su rechazo de un orden mundial que considera impuesto tras la Guerra Fría por Occidente, liderado por Estados Unidos.

La legítima defensa de Ucrania frente a la agresión de Rusia no debe, por tanto, hacernos perder de vista la crisis internacional en la que se inscribe, un conflicto que dio comienzo tras el ultimátum de la Federación Rusa que los Estados Unidos y la Alianza Atlántica, sus destinatarios y verdaderos rivales, tenían que rechazar. Llama la atención el triste papel de los socios europeos y de la misma Unión en la escena. Ufanos durante décadas del «poder blando» de Europa mientras Rusia pensaba en términos geopolíticos, su probada carencia de capacidades militares y su evidente ausencia de resolución y consenso alentaron el aventurerismo del agresor. Así pues, a despecho de las razones esgrimidas por Vladimir Putin, la causa que desencadenó la crisis fue que la disuasión falló.

Desde ese punto de partida, la crisis evolucionó, como lo hacen todos los enfrentamientos en la «zona gris», mediante la aplicación de instrumentos de estrategia indirecta, principalmente sanciones económicas, un manifiesto compromiso político con el país agredido y la insinuación de la fuerza armada, evitando a todo trance llegar a un enfrentamiento militar directo que convertiría la crisis generalizada en una inaceptable guerra generalizada. Ambos bandos —Rusia y Occidente— han practicado la contención, mientras Ucrania, verdadero proxy occidental, era obligada a contenerse, afrontando con perseverancia y valor la muerte, el sufrimiento y la devastación en defensa de los valores que todos decimos compartir.

Si bien la intervención de fuerzas de la OTAN hubiese roto el marco limitado de la guerra, las limitaciones cuantitativas y cualitativas en la entrega de armas y municiones, en particular aviones de combate, sistemas acorazados y defensa aérea, han sido injustificables. Sin fuerzas aéreas para atacar en profundidad y en un campo de batalla transparente por la permanente presencia de drones, la maniobra se hizo impracticable, llegándose a una inaceptable guerra de desgaste. El general Valerii Zaluzhnyi, jefe del Estado Mayor ucraniano denunció hace justamente un año la situación ante los medios, costándole el mando.

El tiempo dio pronto la razón al general. Pero el tiempo corre para todos, hasta para la desconcertada Unión Europea y la Administración de Joe Biden, que asistía indecisa al estancamiento de las operaciones en el país eslavo mientras la oposición republicana que asomaba por el horizonte electoral la acosaba. Nadie podrá decir que el senador J. D. Vance no lo dijese claro en la Conferencia de Seguridad de Múnich en marzo pasado: si Rusia fuese una amenaza existencial para Europa, Vds. europeos han hecho muy poco para afrontarla, y Estados Unidos tiene sus propios límites y más cosas que hacer.

Si Rusia fuese una amenaza existencial para Europa, los europeos han hecho muy poco para afrontarla

Así es como hemos llegado a este verdadero impasse en Europa. Y ahora, ¿qué va a pasar? O mejor dicho, ¿qué es lo que tenemos que hacer? La pregunta viene dirigida a nuestros gobiernos y debería desafiar también al español; digo debería porque no espero nada de la banda de Sánchez, reunida en Sevilla, cuando se escriben estas líneas, en su «congreso de los imputados». Presumo, por tanto, que tiene otras cosas más importantes en qué pensar, como su propia continuidad en el poder, mientras el mundo se mueve vertiginosamente a nuestro alrededor. Pero tratemos al menos de ser parte de la conciencia de una nación que, para seguir siéndolo, debe salvaguardar sus intereses en el contexto internacional que le afecta.

Trump quiere acabar con la guerra de Ucrania, también con la de Oriente Medio, pero no como quiso acabar con la de Afganistán, tratando de salir de ella sin mirar atrás. Por el contrario, en la competición que Estados Unidos avizora en el Indopacífico, la Región Euroatlántica representa la retaguardia. Un peligroso conflicto a retaguardia es un riesgo inaceptable. Por eso debe terminar con él y hacerlo pronto. Sentar a las partes a negociar, si es preciso bajo persuasión coactiva, es la tarea que ha encomendado al general Kellogg. Pero también debe llamar a los aliados europeos a una mayor responsabilidad en la defensa de Europa.

En cuanto a Ucrania, el presidente Volodimir Zelenski lo ha dicho claro: para nosotros, primero es la gente, luego la tierra. Me ha recordado al finlandés Mariscal Manenheim en 1939. Su perspectiva, si el conflicto continuase, es el agotamiento del apoyo occidental y la aniquilación de su país. Parece resignado a aceptar concesiones territoriales como condición de un alto el fuego, siempre sin reconocer de iure nuevos límites con Rusia. Pero como lo que ha pasado no puede volver a suceder, necesita una garantía que solo la OTAN, o una coalición aliada, puede aportar. La Europa de sus sueños, hoy por hoy, no es de Marte; como advirtió Robert Kagan (Power and Weakness, 2002) los europeos éramos de Venus, y lo seguimos siendo.

¿Podría acaso brindarse a Putin una victoria fácil, si no en la guerra, sí en la negociación que le ponga fin? Evidentemente no; un compromiso que supusiera que el dictador ruso se alzase de la mesa con sus objetivos territoriales y la neutralización de Ucrania le alentaría a avanzar en su estrategia salami. No es solo por Ucrania; la siguiente tajada podría querer cortarla en Centroeuropa o en el Báltico. Y esa es ya área OTAN. ¿Algún voluntario para hacer de proxy esa vez? Si el caso llegase sin que el Artículo 5 del Tratado surtiese efecto, la Alianza no serviría después ni como agencia de viajes.

La gestión de crisis tiene que continuar y estos misiles son su tarjeta de visita

¿Y el presidente Biden? ¿Por qué ahora ha autorizado el empleo de misiles ATACMS, seguido de cerca por el Reino Unido y sus Sharp Shadow? A buena hora, mangas verdes... ¿Quiere quedar bien? ¿Acaso segar la hierba debajo de los pies a su sucesor? ¿Blindar su legado, oímos? Nada de eso. Es una cuestión de Estado. Si se quiere negociar para alcanzar un compromiso, dirán los presidentes entrante y saliente, habrá que desplegar una gran asertividad frente a Rusia. La gestión de crisis tiene que continuar y estos misiles son su tarjeta de visita. Si es preciso escalar, se escala.

Y ésta la mía, ha respondido Putin presentando su Avellana. Un misil de alcance intermedio (IRBM) con sorprendente parecido al veterano SS-20 de la crisis de los euromisiles ¿Recuerdan? Nos han descrito sus ojivas nucleares, su trayectoria suborbital y su elevada velocidad de reingreso atmosférico, que dificulta su interceptación. Pero lo más llamativo es su alcance, «solo» de 5.000 km, es decir, no puede amenazar el territorio norteamericano, como no podía amenazarlo su antepasado. Es este el lenguaje con el que Putin pretende cuestionar la credibilidad de la respuesta masiva norteamericana ante un ataque nuclear, una cínica insinuación de devolver la seguridad del continente a los años anteriores a la firma del hoy extinto Tratado INF (1989), si no nos plegamos a sus intereses.

No, no estamos volviendo a una Guerra Fría, no hay dos bandos con ideas contrapuestas, el mundo es multipolar, competitivo e interdependiente, no estable como en tiempos de la política de bloques, aunque vuelva a ser un mundo peligroso, también para los europeos. Hoy, parafraseando a Hermann Kahn, tenemos que pensar en lo impensable (Thinkig about the Unthinkable, 1962) no para especular sobre ello, sino para evitarlo. La «destrucción mutua asegurada», lo impensable entonces, seguramente siga siéndolo, por fortuna, pero no podemos seguir diciendo, como el general André Beaufre, padre de la Force de Frappe, que «la gran guerra y la verdadera paz han muerto juntas» (Introduction à la stratégie, 1963). Hoy, en Europa, la guerra vuelve a ser posible y hay que disuadir la amenaza de que se haga realidad.

Después de Ucrania, más seguro sería examinar el hígado de las aves que penetrar en la mente de Putin para concluir que no llevará los riesgos al extremo. Europa, que no es sino las naciones que la constituyen, tiene que velar sus armas junto con sus aliados del otro lado del océano. Los europeos no podremos seguir siendo de Venus, como hasta ahora.