Francia en bucle
No hay predicción de salida en Francia que repose hoy sobre nada. La V República murió hace, al menos, un decenio. Nadie se tomó el esfuerzo imprescindible de abordar una Constitución nueva. Macron pudo asumir esa tarde y no lo hizo. Ahora es demasiado tarde.
Sucedió en Francia lo que todos los analistas podían vaticinar desde el tan cercano 7 de septiembre en el que Michel Barnier formó su gobierno: la caída. Es la primera de una serie que se anuncia larga. Nadie hoy, en el parlamento francés, dispone de las cifras suficientes para formar un gobierno que no sea derribado al primer embate. Lo que no puede no suceder sucede. Fatalmente. Lo grave no es la caída de un gobierno a los tres meses de formarse; lo grave es la certeza de que seguirá sucediendo. Sin que ninguna previsión razonable pueda apuntar, en el inmediato futuro, una salida.
¿De dónde este permanente terremoto que bloquea el sistema político que, desde su fundación en 1958, quiso blindarse como la máquina de estabilidad más aplomada de Europa? De su propio blindaje. Es la misma lógica que configuró su inalterabilidad, la que, una vez rotas las condiciones históricas que la exigían, no ha dejado lugar alguno a corrección ni reajuste.
Hagamos balance.
La Quinta República se estructura en torno a dos vértices del poder político: cada uno resultante de sendas elecciones independientes y realizadas en fechas diferentes. La presidencia —que en la actualidad ocupa Emmanuel Macron— se ajusta más al modelo presidencialista estadounidense que a la mera función simbólica de las jefaturas del Estado europeas. El Presidente de la República, más allá de su dimensión representativa de la nación, es la primordial fuerza ejecutiva en Francia. El primer ministro, que preside el gobierno de turno, está obligado siempre a actuar bajo su tutela y más bien como un delegado presidencial que como jefe autónomo del ejecutivo. En esa figura presidencial quiso ver De Gaulle un factor de autoridad última, que estabilizara el sistema por encima del fluido juego de los partidos.
El parlamento no estaba cualificado para decidir la formación del gobierno, que quedaba como tarea exclusiva del presidente. Pero sí —y esa era la garantía de su representatividad popular— tenía la capacidad de someter a voto de censura a ese gobierno y, llegado el caso, provocar su caída. Solo se había producido eso una vez: en octubre de 1962 con Pompidou. Pero nunca había ocurrido que esa censura se anunciase, como sucedió esta vez, el día mismo de su constitución. Barnier estaba condenado a muerte desde su primer minuto. No ha tenido que esperar mucho: tres meses justos.
Pero el propio blindaje constitucional veta ahora cualquier solución operativa. Disolver la cámara y repetir elecciones legislativas para romper el bloqueo, como hizo De Gaulle en el 62, es hoy legalmente imposible. La ley actual impone el plazo de un año como mínimo para repetir unas parlamentarias. Lo cual significa que, hasta el verano próximo, no existirá gobierno sobre el cual no se cierna la espada de Damocles que ha caído ahora sobre Barnier y sus ministros. Cualquier votación, por nimia que sea, se trocará en un infierno para cualquier gobierno francés. Siete meses de permanente agonía gubernamental son ahora inevitables.
Quedaría, claro está, expedita la vía de la dimisión de Macron y el adelanto de las elecciones presidenciales. Pero tampoco parece que eso fuera a arreglar gran cosa. Cualquier presidente que lo sustituyese —Le Pen, con la mayor probabilidad estadística— se enfrentaría a la misma confrontación con un parlamento que seguiría bloqueado por la misma correlación de fuerzas. La omnipotente función presidencial ideada por De Gaulle solo era operativa sobre el modelo turnante de los dos grandes bloques «izquierda» / «derecha», que la ley electoral a doble vuelta hacía creer inexpugnable. Pero esos bloques, sencillamente, ya no existen. Y se llevan con ellos el asiento de la presidencia. Y, con él, el modelo constitucional de la V República.
No hay predicción de salida en Francia que repose hoy sobre nada. La V República murió hace, al menos, un decenio. Nadie se tomó el esfuerzo imprescindible de abordar una Constitución nueva. Macron pudo asumir esa tarde y no lo hizo. Ahora es demasiado tarde. La trampa se ha cerrado. Y la política francesa entra en un bucle indefinido.