Fundado en 1910
Análisis militarJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

Donald Trump y Ucrania: las primeras cartas ya están sobre la mesa

Desde luego Trump no irá a la guerra por Ucrania. ¿Presionará a Zelenski para que se rinda? ¿Amenazará al dictador ruso con el apoyo militar a Kiev? ¿Abandonará a Ucrania a su suerte?

Donadl Trump, en uno de sus célebres gestos y Volodimir ZelenskiDavid Díaz

Transcurridas las primeras 24 horas de mandato del presidente Trump, la guerra continúa en Ucrania. En realidad, no creo que ni el más fanático de los rusoplanistas esperara otra cosa. La promesa de poner fin a las hostilidades en el primer día de su presidencia nunca fue más que una baladronada que el propio Trump tuvo el acierto de tomarse con buen humor. Así, cuando unas horas después de su toma de posesión un periodista le recordó su compromiso, el presidente bromeó: «Todavía me queda mediodía. Veremos.»

Las fanfarronadas de Trump son parte de su estilo y gustan a sus seguidores. Durante un mitin electoral de la pasada campaña, el todavía candidato aseguró que «podría disparar a alguien en medio de la Quinta Avenida y no perdería votantes.» Seguramente tenía razón. Hay algo en sus bases electorales que a mí me recuerda al espíritu de la Legión, una unidad señera de nuestro Ejército que, además de justificada admiración, despierta en mí un poco de envidia. Creada en 1920, ha sabido convertir su nombre en sustantivo y, precisamente porque lo es, nadie cree que haya que apellidarla como española.

Lo mismo le ocurre a la Guardia Civil. En cambio a la Armada, más antigua que esas dos prestigiosas instituciones y principal protagonista de tres de los más grandes hitos de la historia de la humanidad —el descubrimiento de América, la primera vuelta al mundo y la batalla de Lepanto— todavía hay españoles mal informados que insisten en negarle el derecho a un nombre propio reconocido en todo el planeta. Pero disculpe el lector la digresión —la cabra tira al monte— sobre un asunto que me irrita porque nunca he visto publicado nada sobre la inexistente Guardia Civil cubana, pero sí sobre ¡la Armada rusa!

Volvamos a nuestra admirada Legión. El cuarto espíritu del credo legionario no puede estar más claro: «A la voz de ¡A mí La Legión!, sea donde sea, acudirán todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio». Los seguidores de Trump, que ven a su líder como uno de los suyos, también le defenderán con razón o sin ella. Después de todo, ¿por qué habría de importarles si los inmigrantes haitianos de verdad comen perros o en realidad prefieren la pizza? Goza, pues, el recién reelegido presidente del mejor regalo posible en su cargo: un cheque en blanco de sus votantes que le permitirá una libertad de acción de la que pocos de sus predecesores han disfrutado en los EE.UU.

Ahora, a gobernar

«Ahora, a gobernar». Con estas acertadas palabras finalizaba Ramón Pérez Maura un artículo sobre Trump hace algunos días. Una cosa es predicar y otra dar trigo, y el nuevo presidente, que desde el primer minuto ha demostrado tener las ideas muy claras sobre la política doméstica que él cree que conviene a los EE.UU., muestra menos certezas sobre el papel que debe jugar de cara al exterior. ¿Quiere imponer la paz de los fuertes y pasar a la historia como un líder pacificador? Nada podría ser más afín al pensamiento militar occidental —y el mío propio— que se resume en el «si vis pacem para bellum» de Vegecio. Pero quizá Trump prefiera amenazar a Panamá o a Dinamarca con el uso de la fuerza —se entiende que no particularmente pacífico— para dejar como legado una América más grande de la que recibió. Ambas cosas son posibles, pero no compatibles.

Mientras Trump deshoja la margarita de su política exterior, lo único que por el momento podemos dar por seguro es que la guerra de Ucrania no será su prioridad. De hecho, ni siquiera la mencionó en su discurso de toma de posesión. Sin embargo, en la primera entrevista que concedió a los medios en la Casa Blanca sí contestó algunas preguntas sobre el asunto, y sus palabras sonaron muy diferentes de las pronunciadas en la campaña electoral. Y es que después de muchas dudas —reales o simuladas para atraer al sector de votantes que no veía en Putin a un enemigo, sino a un aliado contra Biden— parece que el presidente al fin se ha dado cuenta de donde está el problema. En sus propias palabras, que tienen el valor de haber sido pronunciadas sin notas preparadas por sus asesores: «Zelenski quiere un trato. No sé si Putin lo quiere. Podría ser que no. No lo sé.»

El futuro de la guerra

Siempre locuaz, Trump sigue defendiendo que, de haber estado él a los mandos, Putin no habría invadido Ucrania. Sin embargo, eso ya no le importa a casi nadie. Ahora su tarea autoimpuesta es terminar la guerra. Él quiere un trato, pero ¿qué acuerdo piensa el nuevo presidente que podría poner fin a las hostilidades? Los indicios apuntan a un alto el fuego más o menos rápido y a la creación de una zona desmilitarizada en torno al frente actual.

Así se hizo en la península de Corea en 1953 y el armisticio todavía se sostiene. Ese podría ser un final aceptable para Kiev —aceptable por su carácter teóricamente temporal, aunque todos sepamos que la ocupación rusa sería dudosamente reversible— y, siempre que no se reconozca de iure la anexión ilegal de los territorios conquistados por Putin, también para la inmensa mayoría de la comunidad internacional. Para Rusia, equivaldría a una victoria como la de la Guerra de Invierno contra Finlandia, sin gloria pero victoria al fin y al cabo. Sin embargo, no parece suficiente para el dictador ruso, que habría incumplido todas y cada una de las promesas hechas a su pueblo.

¿Qué herramientas tiene Trump para convencer a Putin?

¿Qué herramientas tiene Trump para convencer a Putin? Por las buenas, el presidente norteamericano, que no siente el menor respeto por la carta de la ONU —no olvidemos que reconoció en 2019 la soberanía de Israel sobre los altos del Golán, ocupados ilegalmente durante la Guerra de los Seis Días— podría reconocer unilateralmente las conquistas rusas y ofrecer el levantamiento inmediato de las sanciones. Sería una oferta generosa, pero el propio Trump no parece demasiado convencido de sus posibilidades.

El análisis del norteamericano se centra en la economía, que es lo que mejor entiende, pero no renuncia a valorar la campaña bélica de Putin en términos que no gustarán mucho al rusoplanismo: «No puede estar muy satisfecho. No lo está haciendo tan bien. Creo que sería mucho mejor para él poner fin a la guerra».

Por las malas, el nuevo presidente, fiel a su estilo, ha querido utilizar su red social para amenazar a Putin con nuevas sanciones económicas. Una amenaza que ha sido presentada en la televisión pública rusa como un ultimátum y que, a largo plazo, podría obligar al rusoplanismo europeo de derechas a decidir si quiere más a papá o a mamá. Las palabras empleadas suenan a Trump: «¡PARA ya esta ridícula guerra! SOLO SE HARÁ PEOR.» (Las mayúsculas corresponden al original). Y el recado termina con un paternal «lo podemos hacer por las buenas o por las malas» que no gustará demasiado al endiosado líder ruso.

Supongamos —no es mucho suponer— que Putin hace oídos sordos a todos estos recados. ¿Qué decisiones puede tomar Trump al servicio de su política de America First? Desde luego no irá a la guerra por Ucrania. ¿Presionará a Zelenski para que se rinda? ¿Amenazará al dictador ruso con el apoyo militar a Kiev? ¿Abandonará a Ucrania a su suerte? No parece que los tiros vayan a ir exactamente por ninguna de estas tres alternativas. Lo que hará —lo que ya ha empezado a hacer— es pedir un mayor compromiso a las naciones europeas. Según sus cuentas, Washington ha aportado a Ucrania 200.000 millones de dólares más que Europa. «Es ridículo, porque a ellos les afecta mucho más. Nosotros tenemos un océano en medio.» Y, reconozcámoslo, algo de razón tiene.

Una pincelada de esperanza

Creo que, a pesar de las buenas intenciones de Trump, la guerra que está convirtiendo a Putin en algo más que un zar continuará —precisamente por eso— mucho más allá de los cien días o los seis meses que ahora se da el reelegido presidente para tratar de encauzar el asunto. Es probable que, a partir de ahora, Washington apoye menos a Kiev y, sobre todo, lo haga de forma más discreta y menos altruista. Pero si al final es Putin el que no acepta un acuerdo razonable —como sin duda ocurrirá— la ayuda militar norteamericana continuará fluyendo, aunque sea a costa de reemplazar el cheque en blanco de las donaciones, que tanto molesta al contribuyente norteamericano, por créditos avalados por los activos rusos embargados.

No hay demasiados motivos para el optimismo

No hay, pues, demasiados motivos para el optimismo. Pero no quiero terminar el artículo sin una pincelada de esperanza. La historia nos enseña que el resultado final de las contiendas largas depende más del aguante de los pueblos que de los éxitos de sus ejércitos. En el lado de Ucrania, en el que la guerra es existencial, combate la propia sociedad movilizada. Es inevitable el descontento de algunos —no hay guerra sin desertores— pero en el frente lucha y a veces muere una representación real de todos los sectores sociales del país. Como botón de muestra, en la prensa ucraniana aparecen frecuentes noticias de personajes populares que han perdido la vida en el campo de batalla.

En los medios rusos, por el contrario, ya no se encuentran noticias de soldados caídos. Ni siquiera para honrar su memoria embelleciendo sus hazañas, como ocurría en los primeros meses de la invasión. No hace mucho, sin embargo, las redes sociales nos informaron de la muerte en combate de un exfutbolista internacional, Alexey Bugaev. ¿Es que las élites rusas empezaban por fin a presentarse en el frente? Aquello me pareció preocupante, pero poco tardó en revelarse el lado oscuro de la historia. Bugaev no fue un héroe. Condenado a nueve años de cárcel por tráfico de drogas, aceptó el alistamiento a cambio de la conmutación de la pena. ¿Es con estos soldados —y con esos valores— como Rusia quiere ganar la guerra?