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Juan Rodríguez Garat
AnálisisJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

Comienza el cuarto año de guerra en Ucrania: entre las palabras y los hechos

Rusia se ha mostrado incapaz de expulsar a Ucrania de la región de Kursk, de impedir la exportación de grano ucraniano por el corredor del mar Negro, de neutralizar las bases aéreas donde han ido llegando los F-16 y Mirage 2000 y, quizá lo más doloroso para el propio Putin, de mantener a flote a su aliado Bashar al Asad

Volodimir Zelenski, Donald Trump y Vladimir Putin

Volodimir Zelenski, Donald Trump y Vladimir PutinÁngel Ruiz

La invasión de Ucrania cumple ya tres años. Entramos, pues, en el cuarto año de la guerra y lo hacemos con paso incierto. Pero esa incertidumbre no se debe a lo ocurrido sobre el terreno durante los últimos doce meses, sino a lo que pueda venir de la Casa Blanca en los próximos días de conversaciones directas con aliados y rivales —es difícil hoy saber quién es quién— y de contradictorias declaraciones en Truth Social, la red social de Donald Trump.

Lo cierto es que en el frente no solo no se ha movido el marcador, sino que ni siquiera hemos podido vivir la emoción fugaz de las oportunidades perdidas. Dos años después de la victoria de Bajmut, que tanta ilusión hizo a los prorrusos y que le costó a Putin la compañía Wagner, cunde el desánimo en ambos bandos. La mejor prueba de ese estado de ánimo está en las dificultades que comparten Moscú y Kiev a la hora de reponer las numerosas bajas sufridas en combate.

Una guerra que nadie puede ganar

El soldado ucraniano sabe desde el principio que, aunque sea capaz de resistir, no puede vencer. El ruso que, al contrario que sus conciudadanos en la retaguardia, está más cerca del barro y de la sangre que de la propaganda del régimen, tampoco ha visto mucho más que impotencia en los últimos doce meses. Una impotencia que, de cara al exterior, se disimula con el mismo mantra de «guerra de atrición» con el que los generales de la Primera Guerra Mundial trataron de ocultar su torpeza táctica.

Los militares sabemos que eso de la atrición jamás es el producto de un plan de guerra, sino el resultado del fracaso de otro. Por definición, la atrición funciona en las dos direcciones, y mucho más en la de quien se siente obligado a protagonizar los asaltos. Castiga a los soldados en el frente, que mueren a centenares bajo los drones —entre el 60% y el 80% de las bajas se deben directa o indirectamente a estos sistemas— tan pronto como sacan la cabeza de sus escondites. Pero castiga también a la retaguardia, que se sacrifica para producir el material que ha de arder en la hoguera.

No hay manera de disimular que el ministerio de Defensa ruso ha entregado ya 95.000 cadáveres a sus familias

Por mucho que se manipulen las cifras y se censuren las redes sociales, en el mundo de hoy no es posible ocultar demasiado tiempo a las esposas o los padres de los soldados la pérdida de sus seres queridos. No hay manera de disimular que el ministerio de Defensa ruso ha entregado ya 95.000 cadáveres a sus familias, identificados individualmente por sus certificados de defunción. A esa abultada cifra hay que añadir los 50.000 nombres que, a instancias de sus familiares más cercanos, figuran en la relación de desaparecidos. Haga sus propias cuentas el lector y, si es rusoplanista, réstele la cifra que le parezca, como hace Putin en las elecciones. Sigue siendo mucha sangre para los magros resultados alcanzados en tres años de combates.

Es cierto que también caen soldados ucranianos. Seguramente bastante menos en cifras absolutas —Clausewitz nos enseñó que la defensa es la forma más robusta de la guerra— pero más en porcentaje. Sin embargo, la demografía por si sola no gana las guerras. Eran muchos más los norteamericanos que los vietnamitas y los soviéticos que los afganos. Las cifras que cuentan no son las de toda la población, sino las que cada uno puede poner en pie de guerra y, desde esa perspectiva, se reduce mucho la superioridad de un Putin que, después de lo ocurrido en 2022, no se atreve a movilizar de forma forzosa contingentes adicionales.

Por tercer año consecutivo, los misiles rusos han sido incapaces de matar de frío a los civiles ucranianos

¿Y la retaguardia? Por tercer año consecutivo, los misiles rusos han sido incapaces de matar de frío a los civiles ucranianos. Ya he explicado alguna vez las razones por las que, además de macabro, ese es uno más de los sueños imposibles de Putin. Pero, en este tercer año, el fracaso es aún más sonado. Pese a los millares de misiles y drones lanzados cada mes sobre sus ciudades, Ucrania ha logrado multiplicar su producción de drones hasta igualar a la de la propia Rusia. Drones que ya no se limitan a inmovilizar a los medios acorazados del enemigo —los avances que lee usted en la prensa, casi siempre magnificados, los protagonizan pequeños grupos de soldados a pie, que ocupan tierra de nadie hasta que llegan a las ciudades donde resiste el Ejército ucraniano— sino que ahora devuelven los golpes incendiando las refinerías y los oleoductos que alimentan al régimen del dictador.

La incapacidad de Rusia

En el año que acaba de terminar, Rusia se ha mostrado incapaz de expulsar a Ucrania de la región de Kursk, de impedir la exportación de grano ucraniano por el corredor del mar Negro, de neutralizar las bases aéreas donde han ido llegando los F-16 y Mirage 2000 y, quizá lo más doloroso para el propio Putin, de mantener a flote a su aliado Bashar al Asad. Su único éxito, el que poco a poco sus tropas se hayan ido acercando a Pokrovsk, consuela más a los rusoplanistas que a los soldados de Putin o a los verdaderos prorrusos.

Palabra de Trump

Frente a estos hechos, todos ellos fáciles de comprobar, está la palabra de Trump. Una palabra que, lo reconozco, ha ido mucho más allá de lo que yo esperaba. Más que buscar la paz, parece que su objetivo es echar un salvavidas a su admirado Putin y ajustar cuentas con Zelenski, a quien seguramente culpa del primero de sus dos procesos de destitución auspiciados por el Congreso norteamericano. El lector recordará que se acusó al presidente de condicionar la ayuda militar a Ucrania a que Zelenski ordenara una investigación sobre las actividades de Hunter Biden, hijo de su rival en las siguientes elecciones.

Nadie sabe lo que puede pasar mañana cuando Trump descubra que Putin no desea tanto la paz como le ha contado por teléfono

Trump puede, como es lógico, decir lo que quiera. Y lo que diga es importante —ya ha hecho mucho daño a la causa ucraniana y a la carta de las NN.UU.— pero en absoluto decisivo. En primer lugar porque es difícil creerle. Ya se ha desdicho de los aranceles a Canadá y México y de su absurdo plan para Gaza, y nadie sabe lo que puede pasar mañana cuando descubra que Putin no desea tanto la paz como le ha contado por teléfono.

El peor escenario

Pongámonos, sin embargo, en lo peor: Trump abraza la causa de Putin y trata de ayudarle a ganar la guerra a cambio de… ¿quién sabe? Quizá el ruso prometa alejarse de China y mirar hacia otro lado si pasa algo en Groenlandia o Panamá. La trama es poco plausible, porque ¿cómo podría Trump mantener la boca cerrada? Pero, insisto, pongámonos en lo peor. ¿Cómo puede el republicano ayudar a Putin?

No sería suficiente suprimir la ayuda militar a Ucrania, que, con algunas dificultades, puede ser asumida por los demás aliados de Kiev. ¿Se atreverá el magnate a levantar unilateralmente las sanciones económicas a Rusia? Ese sería un golpe mucho más duro. Casi definitivo para las esperanzas del pueblo ucraniano de conseguir, aunque sea a largo plazo, una paz justa.

¿Quién puede saber con certeza lo que hará Trump mañana? ¿A quién ofenderá? ¿Cuál será su próxima amenaza? A riesgo de equivocarme, le daré mi opinión: lo que hará Trump mañana, y todos los días que le quedan de su mandato, es leer las encuestas de opinión. Él sabe que, sin el masivo apoyo de sus bases —que aseguran a los hipotéticos disidentes un rival difícil en las próximas primarias del partido— ni siquiera podrá presionar a los congresistas y senadores republicanos, que dominan ambas cámaras con una precaria mayoría, para que apoyen algunos de sus desvaríos.

Las sanciones a Rusia tenían el apoyo del 70% de los demócratas y el 58% de los republicanos

Trump fue elegido para defender los intereses de los EE.UU. Muchos de sus votantes le apoyaron porque creían que ya estaba bien de derrochar el dinero de sus impuestos para resolver un problema europeo. Sin embargo, la última vez que se publicaron encuestas sobre el asunto, las sanciones a Rusia tenían el apoyo del 70% de los demócratas y el 58% de los republicanos. Si no en Trump, confiemos en que sea su pueblo el que, como ocurrió en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, demuestre el sentido común de que presume su presidente. Es cierto que, entonces como ahora, la mayoría de los norteamericanos no quería implicarse en una guerra al otro lado del Atlántico, pero pocos dudaban de que la culpa la tenía Hitler.

Cada pueblo tiene su idiosincrasia. Y demasiados norteamericanos llevan demasiado tiempo presumiendo de que su patria es «la tierra de los libres y el hogar de los bravos» para que ahora apoyen a un presidente que, por momentos, parece que solo pretende unirse al agresor para arrebatarle la cartera a la víctima. En cualquier caso, no tardaremos en saberlo.