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AnálisisIgnacio Foncillas

Trump, Zelenski y la Europa del abandono: el fin del dividendo de la paz

El «dividendo de la paz», esa dolce vita de gastar en políticas sociales, mientras EE.UU. ponía los tanques y los muertos, se ha esfumado. Pero los líderes europeos siguen repitiendo promesas vacías sin responder la pregunta clave: ¿quién paga la factura?

El expresidente Donald Trump en un evento de la OTAN en Londres (2019)AFP

Cinco días después del choque Trump-Zelenski, con J.D. Vance echando gasolina, sigo preguntándome: ¿es esto una jugada maestra o un error de cálculo monumental? Por un lado, me inclino a pensar que la humillación pública de Zelenski por parte de Trump (con Vance como incendiario preacordado) responde a una táctica para ablandar al líder ucraniano y gestionar sus expectativas ante un potencial alto el fuego. Esta hipótesis se refuerza al analizar la decisión de la Administración Trump de frenar el envío de armas a Ucrania.

Pero, por otro lado, tras revisar la rueda de prensa, me cuesta comprender por qué Zelenski, consciente de la piel fina de su interlocutor, decidió enfrentarse públicamente a Trump en su casa. No olvidemos que el presidente ucraniano ya conocía la tendencia de Trump a presionar con amenazas veladas desde 2019, cuando, en una llamada telefónica le sugirió que investigara a su adversario político de entonces, Joe Biden, por los tratos corruptos de su vástago con compañías rusas y ucranianas.

En aquella ocasión, Zelenski resistió. Pero el Trump de hoy no es el del 2019. ¿Realmente pensó que una confrontación abierta con Trump en su oficina y ante las cámaras sería una estrategia efectiva? ¿Arrogancia, desesperación o simple mal cálculo de un líder que confunde el apoyo occidental con un cheque en blanco?

El desprecio de Trump por Europa es evidente en este juego de Risk

Si pasamos de la forma al fondo, la jugada de Trump parece encajar dentro de una estrategia premeditada para forzar a Europa a asumir el coste de su propia defensa, un objetivo que presidentes estadounidenses llevan décadas persiguiendo sin éxito. El desprecio de Trump por Europa es evidente en este juego de Risk. Mientras cede a los europeos su propia seguridad, mueve las fichas para alejar a Putin de Xi, consciente de que la verdadera batalla por la hegemonía mundial no se libra en París ni Berlín, sino en Asia y el Ártico, donde se definen las rutas comerciales del futuro.

Y no le falta razón. Europa, atrapada en su culto a la unanimidad y asfixiada por una burocracia que haría sonrojar a un soviético, prefiere la parálisis al riesgo. ¿Resultado? Un continente que confunde subsidios con soberanía y unidad con sumisión. La Administración Trump lo sabe y juega sus cartas con la frialdad de quien ve en el Viejo Continente un lastre más que un aliado.

Dicho esto, creo que en este caso a Trump se le ha ido la mano. Así como el exhausto Zelenski no supo «leer el cuarto» en la Oficina Oval, Trump parece estar fallando en la lectura de la opinión pública estadounidense. La mayoría de los votantes, incluidos muchos de sus «America First», siguen viendo a Europa como un aliado útil y no como un pariente vago y pobre al que abandonar. La mayoría apoyan—con matices—la alianza atlántica y la ayuda a Ucrania contra Putin, no quieren regalarle al dictador el patio trasero. Puede que Trump sea consciente de que la política internacional rara vez decide elecciones en EE.UU., pero no debería ignorar que su capacidad de gobernar dependerá de la Cámara de Representantes y el Senado.

El tiempo para implementar su agenda es corto. Sabe que, tras las elecciones de mid-term, se convertirá en un pato cojo, por lo que ha decidido avanzar a toda velocidad con su política de aislacionismo y tarifas. Pero este ritmo tiene un precio: en el corto plazo, tendrá un impacto directo en los bolsillos de los estadounidenses, especialmente en la temida inflación. Y no olvidemos que la gran mayoría de los norteamericanos siguen viendo a Putin como el villano de la película, y a Rusia como el enemigo eterno.

En dos años, toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado se renovarán

Puede que a Trump esto le importe poco, pero sus aliados en el Congreso y el Senado no pueden permitirse esa indiferencia. En dos años, toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado se renovarán. Entre los 33 senadores en juego, 22 son republicanos, muchos de ellos en estados donde Trump ganó por márgenes estrechos. Un pequeño cambio en la opinión pública podría suponer un cambio sísmico en la composición del Congreso.

Trump ha optado por la vía solitaria en política exterior. En política doméstica, es una quimera. Sin el apoyo del legislativo, cualquier transformación que pretenda ejecutar en la administración federal quedará en papel mojado el día que se vaya de la Casa Blanca.

¿Una oportunidad única para Europa?

Paradójicamente, el órdago de Trump abre una oportunidad única para Europa. Si aún queda algún país con «los pantalones bien puestos», este es el momento de emancipar la seguridad europea de EE.UU. En un escenario ideal, el Reino Unido—que ya se largó del club—podría liderar una coalición de valientes, ajena a estructuras caducas que exigen unanimidades para atarse los zapatos. Un bloque formado por Reino Unido, Polonia, los países bálticos y, si la CDU vuelve al poder, Alemania como financiador, podría dar forma a una nueva estrategia de defensa europea.

Pero si Keir Starmer no logra cohesionar ese bloque, Europa volverá a su inercia habitual: una quimera donde se financia temporalmente una industria de defensa sin tomar decisiones estructurales. No habrá confrontación con la pregunta clave: ¿qué sacrificios se harán para financiar esta defensa sin ahogar al contribuyente europeo con una deuda insostenible?

Defensa sin crecimiento: la ecuación imposible

Esta cuestión no es menor, porque la defensa sostenida en el tiempo depende de una economía competitiva, y Europa no la tiene ni la encontrará con los gurús actuales al volante. Las economías europeas llevan décadas estancadas en una industria que ni genera suficiente valor añadido para competir con Asia ni es puntera para aumentar la productividad y los salarios. Además, los pocos focos de excelencia que siguen generando los maltratados empresarios europeos, se les ahoga con un lastre regulatorio insoportable, y con unos mercados de capitales extremadamente atomizados. Sí, Alemania sigue fabricando grandes coches, pero sus márgenes están muy lejos de los que generan la tecnología, la biomedicina o, en un futuro cercano, la inteligencia artificial.

El problema es conocido. Mario Draghi, en su informe sobre la competitividad europea, diagnostica correctamente las trabas que lastran el crecimiento. Pero, como buen burócrata europeo, se equivoca en las soluciones. En lugar de apostar por desregular, bajar impuestos (especialmente los derivados del exceso de regulación) y devolver poder a los ciudadanos y las empresas, la respuesta siempre es la misma: más planificación centralizada desde Bruselas. ¿Por qué ese pánico al libre albedrío? El Estado nunca es el mejor asignador de recursos, y cuando lo intenta, fracasa una y otra vez.

La realidad fiscal de Europa: un callejón sin salida

Para colmo, este debate llega en el peor momento posible. En la UE, el gasto público ya supone el 50 % del PIB, frente al 34 % en EE.UU. En términos de renta per cápita, en 2014 Europa ya partía con una ligera desventaja frente a EE.UU. ($36,000 vs. $54,000). Hoy, esa brecha se ha disparado: mientras EE.UU. ha elevado su renta per cápita a $81,000, Europa sigue estancada. El margen de maniobra es nulo. Francia (112% de deuda/PIB), España (104 %) e Italia (134 %) ya están al límite. Alemania (62 %) y los Países Bajos (46 %) rechazan socializar la deuda. Y los «fondos europeos» propuestos no son más que un trampantojo: deuda disfrazada con otro nombre.

Nos guste o no, la defensa europea tendrá que financiarse con cortes al Estado del bienestar. El «dividendo de la paz», esa dolce vita de gastar en políticas sociales, mientras EE.UU. ponía los tanques y los muertos, se ha esfumado. Pero los líderes europeos siguen repitiendo promesas vacías sin responder la pregunta clave: ¿quién paga la factura?

Y, sobre todo, ¿qué pasa cuando los ciudadanos se den cuenta? La pregunta no es si los ciudadanos se darán cuenta, sino cuánto tardarán en rebelarse contra unas élites que les venden seguridad mientras les vacían los bolsillos.