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Juan Rodríguez Garat
Análisis militarJuan Rodríguez Garat

Vladimir Putin y la rebelión de las escobas

Es en el Kremlin donde puede ponerse fin a la guerra y Putin no será quien lo haga. Entonces… ¿largo me lo fiais? Sí, pero la decisión de resistir o rendirse es del pueblo ucraniano

Vladímir Putin, presidente de Rusia, después de atender a los medios tras el X Foro Internacional de Culturas Unidas de San Petersburgo

Vladímir Putin, presidente de Rusia, en San PetersburgoAFP

Entre los grandes males que el comunismo ha traído al mundo, quizá no sea el menor la popularización del marxismo como herramienta de análisis de la historia. En oposición al papel de los «grandes hombres» en el devenir de los pueblos, considerado burgués por los partidarios de lo que se llamó «materialismo histórico», se postulaba la dinámica social —y, en particular, la lucha de clases— como el gran dinamizador de la historia universal.

Frente a los excesos de la ideología siempre está el sentido común. Antonio Domínguez Ortiz, en su imprescindible España. Tres milenios de historia, nos explicó que «En la corta y media duración se imponen los factores cambiantes, imprevisibles, entre los cuales la personalidad de los soberanos era factor principalísimo por su decisiva importancia en el mecanismo del Estado.»

Con este razonamiento, el autor nos llevaba de la mano a una conclusión que incluso algunos de los rusoplanistas que siguen mis artículos apoyaría siempre que no tuviera que reconocerlo públicamente: «Cabe no solo la sospecha, sino la certidumbre de que con otros soberanos los destinos de España en el Siglo de Hierro hubieran sido menos dramáticos.»

La explicación de Domínguez Ortiz, trasladada a otros lugares y otras épocas, es suficiente para entender las razones por las que los historiadores llaman «Guerras Napoleónicas» a las —no pido perdón por la redundancia porque aquí se vuelve imprescindible— guerras napoleónicas. Es verdad que Putin, aunque hace unos días apareciera disfrazado de soldado en el frente de Kursk cuando ya habían dejado de sonar las balas, no es Napoleón; pero bien merece que se le dé su nombre a la larga lista de guerras que empezó en Chechenia, siguió en Georgia, continuó en Crimea y el Donbás, arrasó Siria en nombre de Bashar Al-Assad y, por el momento, se eterniza en Ucrania.

«¿Qué importa un nombre?» se preguntaba Shakespeare en Romeo y Julieta. Puede que llevar el apellido Capuleto o Montesco no justifique una tragedia como la escrita por el dramaturgo inglés, pero reconocer las verdaderas causas profundas de la Guerra de Putin —que no son las que dice el dictador— ayudaría a trazar el mejor camino para su final.

La OTAN, el as de Putin en la baraja de la desinformación

La pieza estrella de la desinformación rusa, la preferida por los rusoplanistas profesionales y la más publicitada por los bots electrónicos y humanos que hacen ruido en las redes sociales, es la que culpa a la OTAN de la guerra de Ucrania. Mientras otras campañas fracasaban, esta ha tenido tanto éxito que, en los EE.UU., el círculo que rodea al presidente Trump parece habérsela creído a pies juntillas.

Tampoco hay por qué rasgarse las vestiduras. El nuevo presidente es, después de todo, un hombre de negocios bastante inculto que no sabe encajar a España en el mapa político del mundo y que ignora que el Convenio de Ginebra exige a Putin que respete la vida de los prisioneros de guerra, se rindan o no cuando a él le conviene. Afortunadamente, en su círculo hay personas mejor informadas que suelen terminar llevándose el gato al agua, como ocurrió con el desalojo de Gaza; pero, mientras esto ocurre, habrá millones de norteamericanos que se crean que el Ejército ucraniano está cercado en Kursk y que salvarán sus vidas gracias a la intercesión de su presidente.

La mayoría de ellos, además, nunca dejarán de creérselo. No puedo olvidar que seis meses después de la invasión de Irak, que el presidente Bush justificó con el pretexto de la existencia de un arsenal de armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein, una encuesta reveló que el 60% de los norteamericanos creían que esas armas ya habían sido encontradas. Así pues, los rusoplanistas, que tan pocas cosas tienen de que presumir, tampoco pueden hacerlo de ser los primeros en ser engañados.

Pero volvamos al presente. Pocos días después de la invasión de Ucrania, en las primeras conversaciones celebradas por ambos contendientes en Bielorrusia, Zelenski ofreció la renuncia de Kiev a la entrada en la OTAN. El acuerdo fracasó cuando Putin insistió en que, además, quería territorios a cambio de la paz.

Lo mismo ocurrió en Estambul, donde de nuevo fue la insistencia del dictador ruso de que se reconocieran sus conquistas —y no el veto de los aliados de Ucrania, como sugieren los voceros del Kremlin— lo que frustró cualquier posibilidad de un alto el fuego. Tres años después, el presidente Trump le ha regalado a Putin el compromiso público de la oposición de los EE.UU. a la integración de Ucrania en la Alianza al tiempo que ha forzado a Zelenski a aceptar un alto el fuego. Pero, como era de esperar, el dictador ruso insiste en que la paz tiene un precio, que no solo incluye el reconocimiento del territorio conquistado sino la cesión de tierras adicionales que, aunque Trump sugiera que son «bienes» que se pueden repartir, suman alrededor de millón y medio de habitantes.

Nunca un país de la OTAN ha sido atacado por Moscú

A pesar de estas evidencias, los agentes prorrusos en todo el mundo siguen con la misma cantinela: no se trata de una guerra de conquista —ya sabe el lector, parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato, pero no es un pato— sino de una respuesta obligada al malicioso deseo de Ucrania de buscar seguridad en la Alianza Atlántica. Motivos para hacerlo, como estamos viendo, tenía. Nunca un país de la OTAN ha sido atacado por Moscú, mientras la mayoría de quienes han vivido fuera de ese paraguas han tenido que ver a los soldados rusos patrullando por sus calles al menor intento de librarse de las cadenas que les ataban a los corruptos centros de poder localizados en los despachos del Kremlin.

La bola de nieve

Si no es la OTAN, imaginemos qué puede haber llevado a Putin a la guerra. ¿Los intereses de la Patria? Si fuera así, ¿por qué no aceptar un alto el fuego? El Ejército ruso, que solo se ha cubierto de gloria en la dimensión rusoplanista de la realidad, ha mostrado sus pies de barro a los ojos del mundo. Si hacemos balance, ha perdido la mitad del territorio ocupado en las primeras semanas de la guerra y, aunque ahora tiene la iniciativa, el fruto obtenido de cada gota de sangre derramada es cada año más escaso: recordará el lector que lleva trece meses acercándose «rápidamente» a Pokrovsk.

Sin embargo, no lo ha hecho peor que el Ejército Rojo en la Guerra de Invierno contra Finlandia y, si se lograse un armisticio sobre las actuales posiciones, Rusia podría decir que ha ganado la guerra. El precio, en sangre, en rublos y en prestigio, ha sido muy alto; pero el botín, la mayor parte del Donbás y un camino por tierra hasta la península de Crimea, es considerable. Con mucho menos se dio por satisfecho Stalin en 1939. ¿Qué es lo que impide a Putin complacer a Trump y detener los combates?

Cuando se cumplían seis meses de guerra, El Debate tuvo la amabilidad de publicar un artículo mío —después de tres años, quizá haya llegado el momento de explicar que mi colaboración con este medio, como con cualquier otro de los que cubren la guerra en Ucrania, es voluntaria y desinteresada por ambas partes, lo que quizá explique a los rusoplanistas por qué no me despiden a pesar de su insistencia— que, si no recuerdo mal, llevaba por nombre «El Aprendiz de Brujo». Copio uno de sus párrafos, que viene a contestar la pregunta anterior: «Quizá la respuesta nos la dé la interpretación que los estudios de Disney dieron a la obra de Paul Dukas «el aprendiz de brujo». Un joven mago utiliza los trucos de su oficio para movilizar las escobas que necesita para que hagan su trabajo. Por desgracia para él —como para Putin o como para nuestro inefable Puigdemont— su conjuro despierta unas fuerzas más poderosas de lo que puede controlar y, una vez concluido el trabajo, se ve incapaz de pararlas.»

Putin hoy, como nuestro Puigdemont en 2017, ya no tiene forma de frenar la bola de nieve que creó con sus mentiras

Putin hoy, como nuestro Puigdemont en 2017, ya no tiene forma de frenar la bola de nieve que creó con sus mentiras. Si acepta el alto el fuego, el pueblo ruso, que no está demasiado interesado en la OTAN —Putin solo emplea ese pretexto de puertas afuera— pero ha derramado mucha sangre y sufrido privaciones en una guerra santa contra el nazismo; que ha llegado a creerse que Ucrania no existe, y que esa tierra tantas veces ensangrentada es suya por derecho natural; que ha sido obligado a creer que Zelenski es un líder ilegítimo, ridículo y malvado… tendría buenas razones para sentirse traicionado.

Recordará el lector que Puigdemont tuvo que oír cómo las escobas que había conjurado al grito de «España nos roba» le llamaban botifler cuando se asustó e intentó convocar elecciones para retrasar lo inevitable. En Rusia, a los traidores no se les insulta solamente. Son ya muchos los que se han caído por las ventanas o se han suicidado de varios disparos. Es muy poco probable que un hombre como Putin, a pesar de tener en su mano todos los resortes del poder, quiera correr ese riesgo.

El fracaso de la tregua

El que fracase la tregua propuesta por el presidente Trump es malo para todos, rusos y ucranianos en primer lugar. La guerra, que el propio secretario de Estado Rubio reconoce que no tiene salida militar, continuará. El presidente de los EE.UU. habrá quedado retratado: mientras a Zelenski le impuso un alto el fuego sin condiciones, con Putin se aviene a aparcar la tregua y discutir el final de la guerra que conviene al dictador. Tampoco es que pueda hacer otra cosa porque, reconozcámoslo, no tiene ninguna herramienta para presionar al criminal del Kremlin.

Sin embargo, por si a alguno le sirve de consuelo, añadiré una reflexión de mi cosecha: hay algo de paradójico en que el elemento que impide un rápido alto el fuego en Ucrania —el miedo de Putin a la rebelión de las escobas que ha conjurado para reforzar su poder— sea el mismo que nos permite concebir esperanzas de que, andando el tiempo, la guerra todavía podría terminar de una manera justa. Como justo fue que el descontento de las escobas soviéticas, hartas de guerra y privaciones tras diez años de combates en Afganistán que no llevaban a ninguna parte, impulsaran el ascenso de un líder diferente como fue Gorbachov.

Es en el Kremlin donde puede ponerse fin a la guerra y Putin no será quien lo haga. Entonces… ¿largo me lo fiais? Sí, pero la decisión de resistir o rendirse es del pueblo ucraniano. A nosotros, los españoles de a pie, solo se nos pide que nos pongamos del lado de las víctimas, y no de los verdugos… que para eso ya están los rusoplanistas, quizá el presidente Trump y, sin dar jamás un paso atrás, nuestra inefable Ione Belarra.