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El presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, firmando el proyecto de Ley de Presupuesto de Uruguaytwitter

El Debate en América

Por qué Uruguay no está en la lista de los países más corruptos de América

El país sudamericano es tan poco corrupto como Canadá y ha demostrado que la mezcla de leyes, valores cívicos y democracia aplicada puede ser la receta del éxito

Uruguay es el país menos corrupto de América Latina. Para dimensionar el alcance de este logro, hay que pensar en Canadá.

Este país, conocido por su meritocracia, eficiente administración pública y civismo, comparte el puesto 14 con Uruguay o, mejor, tiene los mismos puntos, 74, en una escala donde cero significa muy corrupto y 100 muy limpios.

Este logro, en una región pintada de naranja y rojo –alto muy y alto–, resulta tan destacable como las metas de Costa Rica en desarrollo sostenible o los índices democráticos de Chile.

Incluso más, dada la conexión de los actos corruptos con los desafíos que enfrenta Latinoamérica: ilegalidad, violencia y desinstitucionalización.

Transformación

No hay países sentenciados de por vida a ser corruptos. Eso piensan algunos, pero es difícil comprender por qué Uruguay es mucho menos corrupto que, por ejemplo, Argentina, cuya composición étnica y cultural se asemeja a la uruguaya, aunque el monopolio político del peronismo sea un fenómeno tan particular.

O que El Salvador, que es igual de pequeño en territorio, pero más corrupto.

Con sede en Barcelona, la Fundación Bertelsmann –fundación de derecho privado– ha dicho que la mezcla de una eficiente capacidad regulatoria, con una burocracia profesionalizada y un ejercicio pleno de la democracia conducen a los países a reducir la corrupción.

En el caso uruguayo, una década después del restablecimiento de la democracia (1985) se expidieron reglas claras para luchar contra la corrupción.

«La génesis de esta transformación», la llama el analista Juan Rodríguez. Se trata de la Ley 17060 de 1998, que se titula «normas referidas al uso indebido del poder público (corrupción)» e incluye taxativamente delitos como cohecho, soborno y abuso de funciones, tipos penales que frecuentemente los funcionarios públicos cometen.

La Ley 17060 ha venido acompañada de reformas administrativas que han impulsado el servicio público y la meritocracia.

Por su nebulosa aplicación, hablar de meritocracia hoy parece tan vago como anunciar que en cualquier países de América Latina un crimen será esclarecido a la mayor brevedad.

Pero una cosa es que este término sea un lugar común impulsado por los centros de pensamiento nórdicos en regiones en vía de desarrollo y otra que el servicio público uruguayo, mucho antes de la popularidad de la palabra, se haya acostumbrado a escoger a los más idóneos y haya hecho de esta práctica algo ineluctable para la función pública.

La burocracia a la uruguaya –insisto en su aplicación a priori a la tendencia– también ha visto un incremento de la fuerza laboral femenina.

Estudios han mostrado que las mujeres son menos corruptas que los hombres (Boconni University, 3/01/22, y otros).

En línea con la evidencia, desde hace más de cinco años el número de mujeres en cargos públicos en Uruguay ha llegado casi al 48 %, diez puntos por encima de la media de América Latina.

Civismo y democracia

En América Latina cada vez es más difícil que dos expresidentes de un mismo país se den la mano. A kilómetros de Cristina Kirchner está Mauricio Macri, una distancia tan lejana como la que tienen Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe o Rafael Correa y Lenin Moreno, y así en todo lado. En Uruguay pasa todo lo contrario.

Recientemente, en la posesión de Luiz Inácio Lula da Silva, los expresidentes Julio Mario Sanguinetti y José Mujica acompañaron al actual mandatario Daniel Lacalle Pou.

La posibilidad de compartir y hablar entre diferentes envía un mensaje de unidad nacional e institucional en una región en las que los ciudadanos califican a las instituciones de corruptas, sobre toda a los presidentes.

Uruguay es, según The Economist Unit, la décimo tercera democracia más fuerte del mundo.

Dividida por dos partidos tradicionales –el blanco y el colorado–, hoy la democracia uruguaya tiene un sistema multipartidista que tiende a grandes coaliciones mediante las cuales tramita reformas que buscan, entre muchos temas, consolidar un fuerte estado de bienestar con libre mercado.

Los uruguayos –tres millones y medio de personas– gozan del PIB per cápita más alto de la región (1.546 euros), la tasa de pobreza más baja y la economía más prospera (en 2023 crecerá 3 %).

Están seguros y, en consecuencia, tienen más incentivos para cuidar sus instituciones o menos para ser corruptos.

Desafíos

El país no ha estado exento de recientes escándalos de corrupción. En noviembre, Alejandro Astesianos, exescolta de Lacalle, fue imputado y encarcelado por liderar una red criminal que operaba desde la presidencia para falsificar pasaportes que vendían a ciudadanos rusos.

Audios filtrados a la prensa local muestran que en la red participaban funcionarios de alto nivel, incluso los más cercanos al presidente.

Otro mal que aqueja al país es la presencia creciente del crimen organizado, principal responsable del aumento de la inseguridad y los homicidios.

Su presencia, además, puede traer un incremento de los sobornos y otros delitos asociados a la función pública, algo muy común en Hispanoamérica, como dice Transparencia Internacional.

Metido entre dos gigantes, Brasil y Argentina, Uruguay es mucho más que nostalgia poética y futbolistas que debutan tan seguido como los asados de domingo.

El país tiene un espíritu cívico que obliga casi siempre a funcionarios públicos y ciudadanos a evitar las lógicas corruptas, no sólo en lo más alto del poder político o empresarial, sino en cualquier esquina de las Ramblas en Montevideo.

Esta mezcla de reglas, valores civiles y democracia aplicada muestra que Hispanoamérica sólo exporta populismo e inflación –y otras cosas más–.

También, aunque sea una excepción, es capaz de tener un modelo de éxito en la lucha contra la corrupción, que se llama Uruguay. Copiarlo es una máxima de estricta necesidad.