La profunda revolución de Javier Milei
Milei hizo una revolución el 20 de diciembre, porque ha escogido la verdad, en vez de asegurar su popularidad, en vez de llenar los oídos y los ojos de los argentinos de falsas promesas y más falsas soluciones instantáneas
Muy probablemente, el 20 de diciembre de 2023 se constituya, con el paso del tiempo, en un hito en la historia política de Hispanoamérica. Ese día, en la Casa Rosada, edificio sede del Poder Ejecutivo de Argentina, el recién electo presidente Javier Milei, rodeado de sus ministros, anunció una parte de los contenidos de lo que ha llamado Decreto de Necesidad y Urgencia –DNU–, que debe ser el más impactante paquete de medidas que un gobierno democrático haya tomado en la Historia, no de Argentina, sino del subcontinente americano.
Aunque tendremos que esperar algún tiempo para conocer cuáles serán sus efectos reales en la economía de Argentina, y en las vidas de casi 46 millones de argentinos, el solo hecho de que Milei cumpliera con una parte importante de los anuncios que había hecho durante la campaña electoral es simplemente insólito, porque contraviene una práctica de la cultura política predominante por más de dos siglos en todo el continente, que consiste en ocultar la gravedad de la realidad, darle largas a la solución de los problemas, escoger el camino del empobrecimiento paulatino de las sociedades y de los Estados. Todo con tal de no decir nunca la verdad, porque afrontar la verdad tiene riesgos: que se produzcan protestas y huelgas; que las medidas sean costosas en lo político; que la población reaccione con un castigo electoral apenas haya una oportunidad.
Milei hizo una revolución el 20 de diciembre, porque ha escogido la verdad, en vez de asegurar su popularidad, en vez de llenar los oídos y los ojos de los argentinos de falsas promesas y más falsas soluciones instantáneas. Al contrario, violentando las reglas básicas del oportunismo político, ha dicho: vienen tiempos peores, durísimos, inevitables y necesarios para que Argentina pueda recuperar el estatuto que tuvo hasta hace un siglo, el de ser uno de los países más ricos del mundo, que tenía el privilegio del más alto nivel de vida del continente.
Milei hizo una revolución el 20 de diciembre, porque ha escogido la verdad
Pero la razón por la que no titubeo en calificar la acción de Milei como una profunda revolución, no se refiere al hecho de que haya dicho una serie de verdades –verdades en las que basó su campaña electoral y que repitió hasta el cansancio–, sino por el contenido del Decreto de Necesidad y Urgencia –DNU–, que debe ser uno de los más potentes y articulados documentos que se hayan producido en nuestra lengua sobre las perversiones, las desmesuras, las patologías inherentes a la obesidad estatal. Lo que tiene de excepcional el DNU es lo que muestra y lo que se propone: iniciar el desmontaje riguroso del estatismo argentino, el desmontaje del fetiche estatal tan extendido en Hispanoamérica.
Si el lector me permite una recomendación le digo: no se conforme con ver en una pantalla los quince minutos que duró la intervención en la que Milei se dirigió a los ciudadanos argentinos. En la página web del Gobierno de Argentina y en muchos otros portales informativos está el texto completo, un poco más de 17.000 palabras, cuya lectura ofrece una visión que nunca o casi nunca se nos ofrece: la de mostrar el casi incuantificable número de asuntos en los que Estado se involucra, penetrando en cada aspecto del hacer corriente de las personas y las sociedades. Nada escapa a la voracidad del estatismo.
Tan importante es que el plan económico que el presidente Milei ha puesto en marcha que se propone evitar que la inflación en el 2024 alcance la cifra demencial de 15.000 %, y se propone reducir el déficit fiscal, que es del 15 % del Producto Interno Bruto, como, por ejemplo, con la eliminación de las primeras 300 leyes. Están desapareciendo nada menos que 250.000 trabas burocráticas –requisitos, permisos, diligencias diversas–, que un siglo de prácticas intervencionistas, han ido creando para beneficio de la clase político-burocrática. Beneficio porque cada una de ellas es un recurso, una triquiñuela para la corrupción, para el clientelismo, para las coimas, para el establecimiento de una red de favores y prebendas.
Los propósitos que Milei ha puesto en marcha no admiten banalizaciones: son enormes, casi heroicos. Se propone, nada menos, que desmontar el andamiaje jurídico e institucional que el estatismo, el populismo peronista, el militarismo recalcitrante, las izquierdas cómplices y otros muchos beneficiarios, han construido a lo largo de un siglo, como el método para mantener bajo su control a toda una sociedad.
En la idea de modernizar al Estado, que incluye aliviar las cargas de empresas improductivas y corrompidas; en la clara voluntad de modernizar el mercado laboral y de reducir sustantivamente el tamaño de la burocracia; en la decisión de derogar leyes relativas al mercado inmobiliario, al abastecimiento, al transporte nacional, a los precios, sobre el funcionamiento de las aduanas, y sobre los más diversos sectores productivos, no hay, tal como argumentan los populistas derrotados, el deseo de beneficiar a la clase empresarial. Este es un error de perspectiva y de reiteración de los patrones mentales que han conducido a la nación argentina a la grave situación en la que se encuentra hoy.
En el plan Milei, en la voluntad interior del Decreto de Necesidad y Urgencia, y en las medidas que le seguirán, lo que hay es un deseo de liberación: liberar a los ciudadanos de las dependencias; liberarlos de los abusos y los dispositivos de extorsión de burócratas y políticos. Lo que hay es un programa que espera limpiar el terreno para que la pujanza de los argentinos encuentre un campo sembrado para crecer y progresar, que saque al país de la condena de la pobreza y los crack económicos recurrentes.