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AnálisisLuis Guillermo Echeverri VélezCundinamarca, Colombia

Colombia: 'El arruinado'

En Colombia es el desgobierno el que revuelve el río donde pesca una cleptocracia que desguaza los principios fundacionales y el sistema o modelo de libertades económicas e individuales y garantías sociales

El presidente de Colombia, Gustavo Petro, hablando durante un programa de televisión oficial en BogotáAFP

Como todo en este reino de los egos, cada quien va por lo suyo y no existe una unidad ni un entendimiento en relación a un verdadero objetivo loable y capaz de germinar desarrollo y bienestar para la nación. Y así y todo hablan de constituyente.

Colombia está como la famosa canción, El arruinado, de Gildardo Montoya:

«Casi que estoy pobre…. ¡No! ¿Quién dijo? Medio arruinado. Si hubieran huevos le fritaba uno. ¿Pero cómo hago si no hay manteca? Si hubiera quesito le daba un pedazo ¿Pero pa' qué, si es que no hay arepa?...».

Aquí los delincuentes no tienen su negocio a la venta

Como nación y sociedad vivimos en el mismo estado de negación propio de los adictos, en este caso a la violencia. Como el que se embriaga con solo oler el licor, hablamos a media lengua de que no estamos borrachos y nos negamos a reconocer que aquí los delincuentes no tienen su negocio a la venta.

Entre tanto, los políticos siguen hablando de paz total, mientras explota la violencia por ausencia de determinación política, carencia de autoridad y presencia del Estado.

Ya arrancó la rebatiña por el botín entre los ladrones. Y nos guste o no, esto representa que estamos en una guerra civil entre organizaciones criminales armadas, claro, con las características y connotaciones propias de la era digital, pero donde el Estado pasó de ser el actor legítimo que defiende la Constitución y las leyes, a ser un observador pasivo del caos, que él mismo Gobierno ha incitado, donde se sobrepasaron todos los límites propios de un Estado de derecho democrático funcional.

En menos de dos años pasamos de crecer a dos dígitos, a convertimos en una vergüenza ante el mundo bajo la innegable conducción de un adicto, delirante, que alucina entre trabas, guayabos y discursos que expresan ideas incoherentes, nefastas y dañinas, sin ser capaz de controlar la bestia desbocada en que se le ha convertido el país.

La idea de sociedad del arruinado, parte de una polarización extrema de bandos atrincherados entre el demoledor odio y resentimiento de sus equívocas convicciones revolucionarias, traído a valor presente, mientras la nación observa indefensa; pues aquí la Justicia quedó convertida en bagazo y se vende como tal.

Vivimos una multiplicación exponencial de la corrupción y el clientelismo

En Colombia es el desgobierno el que revuelve el río donde pesca una cleptocracia que desguaza los principios fundacionales y el sistema o modelo de libertades económicas e individuales y garantías sociales. Vivimos una multiplicación exponencial de la corrupción y el clientelismo, pues los cobardes se sienten seguros delinquiendo ante una autocracia débil y acéfala.

El presidente revolucionario, Gustavo Petro, ahora quedó entrampado en medio de una política tradicional que había controlado una anarquía relativamente leve con formas democráticas débiles y que se quiere rebelar, pero está debilitada por su propia forma ladina de vivir saltándose la línea de la legalidad, y unos grupos narcoterroristas que, disfrazados con la careta ideológica cubana unos, y otros no, se rigen por la ley del más fuerte y combaten entre ellos por territorios, cultivos, corredores y participación en un mercado ilícito y sangriento, donde tranzan el polvo maldito, con generales venezolanos, carteles mexicanos y bandas internacionales de traficantes rusos, islámicos y de múltiples denominaciones.

El Gobierno, en medio de la incoherencia de su cambio y de su paz total, ahora le quedó debiendo a los dueños de un negocio que no está a la venta.

Entendamos que en Colombia el narcoterrorismo en todas sus facetas no tiene la más remota intención de dejar el negocio ni de entregarlo a ningún tipo de oficialismo iluso que les ofrezca legalizarlo, como han querido Ernesto Samper y Juan Manuel Santos, pues es precisamente la anarquía, el medio que representa su supervivencia.

El gobierno del caos, no es capaz de comandar sus propias Fuerzas Armadas oficiales debilitadas, ni de liderar las organizaciones armadas ilícitas en sus diversas denominaciones, menos de controlar los carteles de los compradores de la droga.

Lo único que le queda al arruinado, es lo que está haciendo, combatirse a sí mismo, asusando al pueblo en contra del establecimiento, cuando él es el presidente; con lo cual demuestra que está ideológica, psicológica y culturalmente atrapado en su propio odio, resentimiento y condición de adicto y degenerado, mitómano y limitado mental.

Por tanto, este mandatario ha convertido el país en una tómbola donde es el indescifrable destino, el único que puede decir cuál será el baloto que resulte ganador después de una lucha violenta por la dominancia de un país totalmente infestado de ilegalidad y una sociedad civil que se limitó a ser observadora en el teatro donde se presenta la representación moderna de Los miserables, de Víctor Hugo.