En búsqueda del Jesucristo más auténtico

«De la inmensa cantidad de literatura sobre la datación de la Última Cena y de la muerte de Jesús, me gustaría destacar el tratamiento del tema, sobresaliente tanto por su exhaustividad como por su precisión, contenido en el primer volumen del libro de John P. Meier, Un judío marginal, nueva visión del Jesús histórico.

Estos elogios de Benedicto XVI, siendo Papa en ejercicio y dispensados en Jesús de Nazaret, desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección acerca de la obra de monseñor Meier zanjaron cualquier discusión acerca de su encaje para con la doctrina católica. Ni el hecho de que Juan Pablo II hubiera elevado al teólogo norteamericano el rango de Prelado de Honor había logrado disipar todas las dudas.

El estudio de la figura de Jesucristo es siempre materia sensible en el seno de la Iglesia y la autoridad (generalmente la Congregación para la Doctrina de la Fe) suele tomar cartas en el asunto, sancionando si es necesario, cada vez que un autor rebasa los límites establecidos por el Magisterio. Bien lo comprobó, por ejemplo, Hans Küng, que dudó de la divinidad de Jesucristo en uno de sus libros.

Nada de eso ocurrió con los cinco volúmenes –estaba trabajando en el sexto cuando falleció– de la obra de Meier, cuyos orígenes parten de un solo libro, publicado en 1991. La idea original era un consenso sobre el Jesús histórico al que podría llegar un hipotético cónclave de cinco miembros, formado por eruditos católicos, protestantes, judíos, musulmanes y agnósticos, basándose en textos y archivos históricos.

Meier concluyó que Jesús nació en Nazaret, no en Belén, probablemente entre los años 6 y 4 antes de Cristo. Su madre era Miriam, su «padre putativo» era José. Según él, lo más probable es que Jesús fuera carpintero, pero podría haber sido cantero o herrero, careciendo, además, de educación superior o formación rabínica.

Meier afirmó posteriormente que «Jesús no podía tener la intención de fundar una iglesia, porque encontró una iglesia que ya existía», la que Dios había «convocado una vez en el desierto y que ahora estaba convocando de nuevo», refiriéndose a la fe judía. En cuanto a los milagros, opinó que «todo lo que hay que señalar es que las antiguas fuentes cristianas, judías y paganas coinciden en que Jesús hizo cosas extraordinarias que no se explican fácilmente por medios humanos».

Esa tonalidad en la exégesis, rigurosa, pero al alcance de cualquier cristiano medio, forjó definitivamente la reputación de un hombre erudito y humilde, que ya había destacado en los ochenta sobre las fuentes neotestamentarias de la Cristiandad católica y cuyos intereses también se hicieron extensivos al Evangelio según San Mateo y a la Palestina judía. Una sabiduría de la que hizo partícipes a sus alumnos del seminario neoyorquino de San José, de la Universidad Católica de América y de la Universidad Notre-Dame, los tres centros en los que se desarrolló su fecunda carrera.