Mauricio Vicent (1963-2023)
Nuestro hombre en La Habana
A Mauricio, en sus informaciones de Cuba, en ocasiones, había que leerle entre líneas porque podía parecer que pasaba de puntillas por lo que más molestaba al régimen
Mauricio Vicent
Mauricio dejó infinidad de Crónicas desde La Habana, y títulos como La Habana 500 años o Los compañeros del Che, que ahí quedan, para siempre
Se ha muerto Mauricio Vicent. La noticia parece una broma de mal gusto. No tenía edad, ni estaba en sus planes dejar este mundo y mucho menos a los 59 años. Lo ha hecho en Madrid y eso es otra jugada traidora del destino. Puestos a dejarlo todo, lo suyo hubiera sido morir en La Habana, donde vivió a pleno pulmón, uno de esos que parece ser el responsable de que hoy tengamos que escribir de él en pasado y no podamos volver a leerle en El País ni escucharlo en la SER.
En realidad, eso no es totalmente cierto. Mauricio dejó infinidad de Crónicas desde La Habana, y títulos como La Habana 500 años o Los compañeros del Che, que ahí quedan, para siempre. Lo mismo pasa con sus incursiones en el cine y sus textos sobre la música cubana. Su producción, como él, era de carne y hueso, hecha con sentimiento, conocimiento y razón.
A Mauricio, en sus informaciones de Cuba, en ocasiones, había que leerle entre líneas porque podía parecer que pasaba de puntillas por lo que más molestaba al régimen, pero éste sabía que lo sabía todo y a su modo, con esa prosa envidiable, le fastidiaba que lo fuera contando.En definitiva, se trataba de hacer malabares para mantener la acreditación que le terminarían quitando.
Mauricio era en la Habana algo parecido a un embajador para la prensa internacional y para los empresarios que aterrizaban. Joaquin Ibarz, otro mítico corresponsal, de La Vanguardia, con el que se encontrará ahora que no está con nosotros, era el único que podía competir en tiempo en la isla con él, pero, entre otras diferencias, Mauricio vivió, se casó y formó su familia allí con una cubana, Ylsi con la que tuvo a Miguel y Camila.
Si eras periodista y llegabas a la ciudad, terminarías en una mesa con Mauricio. Sabía quién entraba y quién salía. Te contaría mil cuentos y te haría reír porque el hombre tenía su gracia y esta, era mucha. De paso, te sometería a un tercer grado para tratar de averiguar para que lado político apuntabas y si tu visita era para hacer acopio de material y escribir luego o eras de otra pasta, de esa comodona que iba a en busca del mojito de turno, la playa y leyendas de papel mojado.
Las historias que había sobre Mauricio eran variadas y probablemente, la mayoría eran ciertas. Se le veía que había vivido, que tenía costra, de esa que se hace después de caerse de bruces en los charcos más espesos. A él, tremendamente expresivo, se le notaba que era capaz de levantarse, por muy hondo que estuviera ese bache y hacerlo reforzado.
Ser hijo de Manuel Vicent supongo que no debió ser fácil, pero en Cuba Mauricio, era Mauricio y su nombre bastaba para que todos supiéramos que era él, sin más. Leo que estuvo en total casi tres décadas en la isla incluida la etapa de «deportación» y sus idas y venidas. Proscrito o no siempre tuvo la antena desplegada. Dentro o fuera de La Habana, con permiso o sin él, fue el eterno decano de los corresponsales, ese que se quedó a un paso de recibir el Cirilo Rodríguez, quizás el único reconocimiento español que tenga el consenso de toda la profesión, pero logró el del Club Internacional de Prensa. También, el respeto de los que le conocimos y eso, es mucho.