Antonio Negri (1933-2023)
Otro tiempo
Lo eligieron diputado en las listas Radicales. Y huyó a Francia. La «doctrina Mitterrand» sobre el asilo político le permitió llevar en París una vida casi normal
Antonio Negri
De filiación inequívocamente marxista, el tratado del profesor italiano hacía saltar, sin embargo, por los aires la concepción del Estado sobre la cual se asentaron las hipótesis de la izquierda europea a lo largo de un siglo
Temprano, en la mañana del lunes, leo el mensaje: Antonio Negri ha muerto. En el silencio de la biblioteca, trato de dar con un texto del año 1961. No lo encuentro: el volumen IV de las Situations de Jean-Paul Sartre se debió de perder en alguna de mis mudanzas. Me desasosiega el vacío que deja en su anaquel. Aún más que la imposibilidad de leer allí la más bella evocación fúnebre de los desgarros intelectuales del siglo XX: Sartre, que evoca a Maurice Merleau-Ponty poco después de su muerte. Pero puedo recordar sus líneas iniciales. Que dicen –y que callan– tanto de lo que fue nuestro tiempo.
«¡Cuántos amigos, aún vivos, he perdido! No fue culpa de nadie: eran ellos; era yo; el acontecer nos hizo y nos aproximó; el acontecer nos separó». Pero aquello que fue nunca se pierde. Y, tras años de desencuentro, constata Sartre cómo Merleau «nunca me perdió, y ha sido necesario que él muera para que yo lo pierda». Puede que la mayor mistificación de la mente humana sea la creencia en el devenir del tiempo. Pero el pasado no deja de existir nunca. El pasado es nosotros, cada uno de nosotros. Cada instante es eterno para el animal dotado de memoria. Hoy no borra nunca ayer. Ni lo repite.
En el año 1977 llegó a mis manos un libro que acababa de editar Feltrinelli. Era el grueso volumen, implacablemente erudito, de un catedrático de teoría del Estado en la Universidad de Padua, cuyo nombre, Antonio Negri, yo no conocía. Me sumergí en aquel La Forma Stato con asombro. Y traté incluso –y fracasé– de encontrarle editor en España. Era demasiado raro: eso lo hacía impublicable; y eso hacía que me interesase. Un academicismo extremo se ponía allí al servicio de una voladura minuciosa de todas las convenciones sobre las cuales la teoría y crítica del poder habían ido tejiendo su maraña en los siglos XIX y XX.
De filiación inequívocamente marxista, el tratado del profesor italiano hacía saltar, sin embargo, por los aires la concepción del Estado sobre la cual se asentaron las hipótesis de la izquierda europea a lo largo de un siglo. Hasta desembocar en el inaudito –y tan atractivo– desmenuzamiento del socialismo como un fraude. La hipótesis política negriana de un «comunismo sin socialismo» forzaba al marxismo europeo posterior al 68 a empezar desde cero. La «vulgata» a la que los partidos comunistas habían llamado «marxismo» debía ser enterrada. O bien, resignarse a repetir las monstruosidades soviéticas.
Menos de dos años después de haber leído el libro, el 7 de abril de 1979, las noticias sobre su autor ocuparon los titulares de toda la prensa europea. El profesor paduano era acusado –en caótica amalgama con grupos tan adversos entre sí como la Autonomía Obrera y las Brigadas Rojas– del secuestro y asesinato de Aldo Moro. Y, sucesivamente de buena parte de los crímenes cometidos en Italia durante los turbios tiempos a los que llaman allí «años de plomo». Fuimos muy pocos entonces quienes expresamos nuestro escepticismo ante una acusación penal, la del profesor Negri, que sólo reposaba en lo que entonces se llamó –en referencia al nombre del fiscal del caso– el «teorema de Calogero»: teorizar la revolución es dar soporte a las posteriores derivas terroristas. Las especulaciones sobre el «cattivo maestro», el perverso maestro que había llevado a sus estudiantes a la senda del crimen, llenaron páginas en la prensa italiana.
Fue en aquel tiempo de cárcel cuando inicié con Antonio Negri una correspondencia articulada en torno al eje de nuestra común fascinación por Baruch de Spinoza. Él ocupaba su tiempo muerto de cárcel en la redacción de un libro que revolucionaría, un par de años después y con su autor aún preso, los estudios sobre el filósofo: La anomalía salvaje. Yo estaba comenzando el largo trayecto por archivos y manuscritos que daría origen a La sinagoga vacía siete años más tarde. Sorprendía que, desde la cárcel, se pudiese trabajar sobre materiales tan técnicos y en un tono tan sopesado. Intenté entrevistarlo en la prisión de Rebibbia. Fracasé.
Lo eligieron diputado en las listas Radicales. Y huyó a Francia. La «doctrina Mitterrand» sobre el asilo político le permitió llevar en París una vida casi normal. En los años ochenta y los noventa, cuando su Anomalía era ya un clásico traducido a todas las lenguas académicas y mi Sinagoga iba haciendo su lento recorrido, compartimos el privado Seminario que Félix Guattari regentaba en su casa del Barrio Latino. Fueron años razonablemente desapegados de la inmediatez política.
Cuando, en el 92, cerré mi última estancia parisina, Negri estaba envuelto en la redacción de un texto muy ambicioso, junto a un brillante investigador estadounidense, Michael Hardt. Imperio (Empire) tuvo un éxito instantáneo en casi todo el mundo. En una inesperada paradoja que hasta hoy no he entendido, aquel intelectual ya perfectamente integrado en el confortable mundo parisino, decidió entonces entregarse a la justicia italiana. Los cargos de verdad graves habían desaparecido: los «años de plomo» eran un mal recuerdo que Italia trataba de borrar. Pero quedaban cargos adyacentes. Que lo llevaron, de nuevo, a la cárcel. El prestigio internacional de Imperio no hacía, mientras tanto, más que aumentar. Y el preso de Rebibbia era reclamado para dar conferencias en las más elitistas universidades estadounidenses.
Nos perdimos de vista entonces. El mundo que iba a abrirse, tras el 11S neoyorquino, nada tenía ya que ver con el mundo que fue el nuestro. Hubimos de reinventarnos. Cada cual como buenamente supo. Sí, «el acontecer nos hizo y nos aproximó; el acontecer nos separó». Pero aquello que de verdad fue permanece siempre después de ido. En la más clara ortodoxia spinozana, todo instante es eterno.