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Luis Infante de Amorín con Don Sixto Enrique de Borbón

Luis Infante (1965-2024)

Leal a la tradición

Trabajó hasta el día de su muerte con denuedo en la comunicación de la Comunión Tradicionalista, a través de la Agencia Faro, que dirigió con gran profesionalidad y no menor rigor

Nació en Gijón el 12 de julio de 1965, donde ha muerto el 8 de abril de 2024, fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora en el antiguo calendario litúrgico que seguía

Luis Rubén Infante de Amorín

Vivió así un poco a salto de mata, para preocupación de su admirable madre y con perjuicio de la Causa de la Tradición, a la que consagró su vida

El legitimismo español, a lo largo de su extensa historia de casi dos siglos, ha tenido no pocos nombres de relieve. La lista llega hasta nuestros días con los catedráticos Rafael Gambra, Francisco Elías de Tejada, Francisco Canals o Álvaro d’Ors, desde luego en el campo del pensamiento, pero también a veces de la acción, y más específicamente en éste con José Arturo Márquez de Prado, Alberto Ruiz de Galarreta o José Ramón García Llorente, entre otros muchos.

Luis Infante de Amorín, que acaba de morir a los cincuenta y ocho años de un derrame cerebral en su Gijón natal, es uno de los más destacados de las últimas generaciones. Le adornaban, para empezar, unas cualidades intelectuales extraordinarias. Sabía de todo y de todo tenía juicio. Juicio además decisorio, inapelable. Expresado siempre de manera contundente. Todo para él era doctrinal e indiscutible. No he conocido a nadie con tal capacidad sentenciadora. Luego, en cambio, se abría generosamente el campo de la prudencia, por lo común a través de relaciones personales. Porque, traspasado el umbral de la amistad, lo que pudiera resultar por momentos y en principio irritante se tornaba casi siempre en regocijante. Y es que su carácter era también notable. He evocado en otro obituario, para La Esperanza, algo de su peripecia personal. Como el paso por la Legión y por el Seminario estadounidense de la Hermandad de San Pío X le dejaron huella imborrable en el amor a la milicia y el dominio del inglés. Pero, la cosa, desde luego, no acaba ahí. Emprendió estudios distintos que nunca completó. Y acometió empresas diferentes que jamás prosperaron. Vivió así un poco a salto de mata, para preocupación de su admirable madre y con perjuicio de la Causa de la Tradición, a la que consagró su vida. ¡Lo que hubiera podido dar con una posición más desahogada y lucida socialmente! Todo ello acreció su aura de personaje, que desde luego cultivaba con mimo. Era capaz por eso mismo de tratar con gentes de las progenies más diversas, que solían quedar fascinadas. Sólo incomodaba a los obtusos. Y a los rencorosos.

La figura también extraordinaria del escritor Jesús Evaristo Casariego lo cubrió con su sombra protectora cuando Luis Infante era un adolescente. Y se convirtió en su mejor discípulo, de manera que lo ha sido todo en el carlismo asturiano de los últimos cuarenta años. Pero no sólo. Quizá sus mayores servicios hayan sido los prestados, más allá de los lares natales, al lado de Don Sixto Enrique de Borbón. Cuando en muchos flaquearon las adhesiones dinásticas con la traición de Carlos Hugo, Luis Infante supo ver en su hermano, que había levantado la bandera conminado por José Arturo Márquez de Prado, la continuidad sin discusiones del legitimismo español. En los oscuros años ochenta Luis Infante le visitó con frecuencia en su residencia de París o de Lignières y le acompañó en ocasiones sonadas como las consagraciones episcopales del arzobispo Marcel Lefebvre en 1988. Diez años después convenció al Príncipe de que debía intervenir personalmente de modo directo en la política carlista, lo que dio lugar a la Secretaría Política que encargó al profesor Rafael Gambra. En la misma ocupó una de las dos vicesecretarías, la de organización, y trabajó hasta el día de su muerte con denuedo en la comunicación de la Comunión Tradicionalista, a través de la Agencia Faro, que dirigió con gran profesionalidad y no menor rigor. Dicho medio ha sido seguido con atención incluso por quienes se encontraban en la otra orilla dinástica y en otro hemisferio doctrinal. Sustituirlo será imposible, si no por un equipo de personas que se dividan el trabajo que él podía hacer solo gracias a sus prodigiosas cualidades y a su invencible voluntad.

No tenía la menor simpatía por el universo de la democracia cristiana, heredero de mestizos y pidalinos, como no la tuvieron los carlistas, de Francisco Canals a Rafael Gambra, o los carlistas secundum quid como Víctor Pradera, e incluso los tradicionalistas no carlistas como Eugenio Vegas Latapie. Todos zahirieron la doctrina y la táctica de la entidad que Ángel Herrera Oria hizo crecer. Y de un lado le hubiera disgustado que un obituario suyo saliera en El Debate. Pero he pensado, sin embargo, que no dejó de apreciar los que José Miguel Santiago Castelo o Ramón Pérez-Maura me publicaron generosamente en ABC de las figuras de muchos de nuestros comunes maestros y amigos, como Rafael Gambra, Pepe Arturo Márquez de Prado, Silvia Baleztena o Alberto Ruiz de Galarreta… Quizá, por ello, zumbón como era cuando le venía en gana, pueda perdonar este homenaje en la casa de un enemigo que es también el de quien esto escribe.