El barón Fellowes (1941-2024)
Mano derecha de Isabel II en medio de las turbulencias
Gestionó con pragmatismo los respectivos divorcios del Duque de York y el Príncipe de Gales y evitó una crisis de la Monarquía después de la muerte de la Princesa Diana, su cuñada
Robert Fellowes
Nació en Sandringham el 11 de diciembre de 1941 y falleció en Norfolk el 29 de julio de 2024
Tras tres años como oficial en la Guardia Escocesa, emprendió en 1964, y sin titulación universitaria, una carrera en el sector financiero, truncada en 1977, año en el que se incorporó a la Casa Real, escalando todos los peldaños hasta ser nombrado secretario privado en 1991, cargo que ejerció hasta 1999. Ese año retornó a la City y fue nombrado miembro vitalicio de la Cámara de los Lores.
Las funciones del secretario privado del monarca británico consisten, oficialmente, en mantener las relaciones políticas de este último con el Gobierno, la oposición, la Commonwealth, las autoridades locales, las religiosas y la sociedad civil, gestionar la agenda oficial y supervisar los Archivos Reales. En el caso del barón Fellowes se añadieron las dificultades surgidas en los años noventa de las crisis conyugales de tres de los cuatro hijos de Isabel II, del espectacular incendio del Castillo de Windsor y, sobre todo, los duros momentos vividos por la Monarquía a raíz de la trágica muerte de la Princesa Diana.
Con una complicación suplementaria en su caso: era el cuñado de la Princesa Diana al estar casado con una de sus hermanas mayores, lady Jane Spencer y ser primo hermano del comandante Ronald Ferguson, padre de la Duquesa de York. Como subraya Valentine Low en Courtiers, probablemente el libro que mejor explica las batallas de influencia en torno a la Casa Real británica lo largo de los últimos treinta años, «cuando la guerra de los Gales alcanzó su punto álgido, la relación entre Diana y su hermana se deterioró, al identificar la primera al su cuñado como uno de aquellos ‘hombres de traje gris’ que gobernaban palacio». Y que, según ella, le hacían la vida imposible.
Siempre según Low, «Diana llegó incluso a acusar Fellowes de conspirar en los planes del palacio para interceptar sus llamadas telefónicas privadas». Una acusación completamente falsa. En cambio, la que aún era Princesa de Gales mintió a su cuñado cuando éste le preguntó acerca de su implicación en la redacción del libro de Andrew Morton «Diana, su verdadera historia». La Princesa negó haber colaborado con Morton. Fellowes repitió esa versión ante la Comisión de Quejas sobre la Prensa y puso su cargo a disposición de la Reina cuando se demostró que era falsa. Mas Isabel II, consciente de la capacidad manipuladora de su nuera y de la lealtad de su más estrecho colaborador, siguió confiando en él.
Acertó: si bien Fellowes se equivocó, junto a otros -incluidos miembros de la Familia Real- en un primer momento al recomendar, nada más morir la Princesa, que la Reina permaneciese en el Castillo de Balmoral, pronto rectificó ante la intensidad del clamor popular. Fue él quien la convenció para adelantar su vuelta a Londres y participar en los homenajes públicos ante el Palacio de Buckingham. Posteriormente, Fellowes tuvo la inteligencia de aceptar dos sugerencias que resultaron de utilidad para limitar el daño reputacional a la Corona en aquellos tensos días.
La primera, planteada por Alastair Campbell, portavoz del primer ministro Tony Blair: que Isabel II diera un toque más humano a su discurso, que por primera vez se emitiría en directo. De ahí viene la ya famosa expresión «me dirijo a todos como Reina y como abuela». La segunda -esta vez el mérito correspondió a Penny Russell-Smith, jefa adjunta del Servicio de Prensa-, que el féretro de la Princesa fuera seguido por representantes de las asociaciones benéficas que la difunta había patrocinado en vez de por soldados de un regimiento de la Guardia. «Conviene romper moldes de vez en cuando, aunque sin exagerar el ritmo», comentó Fellowes en aquel momento.
Mas el impulso reformador no terminó con las exequias, pues Fellowes entendió que las medidas tomadas con carácter de urgencia no eran un paréntesis, sino el principio de una tarea de mayor envergadura. Por eso, fichó al «gurú» Simon Lewis para que revolucionase la deficiente y torpe comunicación de la Casa Real. Otro acierto.
Al igual que cuando cinco años antes, y ante la inoportuna idea del entonces ministro de Cultura, Peter Brooke, de que el contribuyente debía sufragar la restauración de la parte incendiada del Castillo de Windsor, hizo saber a la Reina que había llegado el momento de abrir el resto de los palacios reales al público para generar ingresos y de pagar impuestos sobre las rentas privadas. Muchos se preguntarán cómo Fellowes, que proyectaba una imagen de miembro del establishment distante y estirado, pudo liderar esos cambios. Pues bien, la verdad es que esa fama estaba algo distorsionada: sin ser la alegría de la huerta, Fellowes tenía un sentido del humor similar al de su jefa y, como ella, sus pies estaban en el suelo más de lo que parecía. Pero pensaba que había que encontrar el momento oportuno para acelerar los cambios.
Fellowes acabó mentalmente agotado de los turbulentos años noventa. Por eso, a principios de 1999 pasó el testigo a su adjunto sir Robin Janvrin, tras 22 años al servicio de Isabel II. Era hijo del comandante sir William Fellowes, administrador de la Finca Real de Sandringham. Por eso, Isabel II dijo de él en una ocasión: «Es el único secretario privado al que he tenido en brazos». Fue el inicio de una empatía mutua.