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Alfonso Simón, en una foto de archivoAlfa y Omega

Alfonso Simón (1947-2024)

Cuando un amigo se va

Amigo personal de numerosos obispos y arzobispos, y singularmente próximo al cardenal Rouco, junto a su vocación de divulgación periodística, Simón cultivó con gran esmero su faceta de biblista

Nació en Madrid el 26 de marzo de 1947, ciudad en la que falleció el 24 de septiembre de 2024

Alfonso Simón Muñoz

Biblista

Sacerdote de la diócesis de Madrid y pionero de la evangelización a través de los medios de comunicación

Dios ha querido llevarse con Él esta tarde de la fiesta de la Merced a mi amigo Alfonso Simón, sacerdote de Jesucristo, biblista de reconocido prestigio, hombre de bien, trabajador incansable. Serán seguramente miles y miles las personas a las que Alfonso hizo mucho bien. En la JMJ de Madrid, se pasó 6 horas seguidas una noche confesando a jóvenes. A dos pasos de la Gran Vía madrileña —y ya es triste que no lo sepa tanta gente que debería saberlo, o que sí lo sabe, pero no quiere saberlo— hay una iglesia en la que grupos de fieles se reúnen de noche en lo que llaman la «Cristoteca». En esa discoteca de Cristo, rezan, cargan las pilas del alma, y Alfonso es —cuánto me cuesta decir «era»— el alma de esos encuentros. Él siempre decía «encuentros», es una de las palabras que más le gustaban. Otra era «estupor» y otra «acontecimiento». Quienes saben de qué va esto, ya han entendido que Alfonso era de CL, de Comunión y Liberación. Muchas madrugadas de los fines de semana, Alfonso se pasaba horas en aquel confesonario. Era un sacerdote como la copa de un pino, evangelio puro y sin rebajas, y si yo tuviera que definirlo con una sola palabra, esa palabra sería «humilde». Con lo difícil que es eso…

«Perdona, Miguel Ángel, soy muy torpe», me decía cuando en aquel Alfa y Omega en el que trabajamos juntos veinte años se daba cuenta de que había tenido la más mínima deficiencia. No he conocido persona más servicial: siempre pensando en escuchar, atender, ayudar a los demás. Lo estoy viendo con los ojos enrojecidos, de rodillas, conmigo ante el féretro de san Juan Pablo II. Le encantaba don Karol, san Karol, casi tanto como a mí. Me encantaría saber qué se han dicho al encontrarse ahí arriba.

Los Picos de Europa le echarán mucho de menos cada verano, era feliz de campamento, no se cansaba nunca de hacer cosas que agradasen a los demás. Siempre encontraba la palabra justa en cada momento y circunstancia. No recuerdo haberle visto ni deprimido ni enfadado, y bien sabe Dios que motivos para ello no le faltaron. Era feliz celebrando la Eucaristía, ejerciendo en plenitud con indefinible gozo interior, serenamente, y disfrutaba como un niño cuando en Alfa y Omega encontrábamos la foto justa, para, por ejemplo, la portada de Pascua: un niño con botas nuevas. Veinte años escribiendo editoriales en plena libertad y responsabilidad y sin que se le cayeran los anillos para pedir una corrección a una frase, a un párrafo, o para ir a buscar una pizza de madrugada. Supo aplicar siempre la sublime, incomparable e insustituible pedagogía del Evangelio, y supo hacerlo en un medio de comunicación. Estoy viéndolo tronchándose de risa aquel día en que los linces de la llamada «información religiosa» —¿Qué será eso?— le atacaron tan furiosa como injustamente atribuyéndole lo que él no había escrito. Le estoy oyendo: «¡Que Dios les conserve la vista, Miguel Ángel!».

Me gustaría saber qué le ha dicho al llegar junto al Señor y la Virgen Bendita su madre doña Esperanza, y su tío sacerdote, don Alfonso, al que veneraba, y su padre, al que perdió en la incivil guerra española cuando echaron su cuerpo a las fieras de aquel zoo del Retiro unas fieras mucho peores.

Cantaba bien, Alfonso. No se me olvida aquel día en que se le atragantó de emoción la voz cuando canturreaba con los sevillanos las sevillanas del adiós a Juan Pablo II; «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va…». Ahora te has ido tú, querido Alfonso. Escribió nuestro común amigo José Luis Martín Descalzo que «morir solo es morir, morir se acaba». Para ti ya se ha acabado, querido amigo. Y vives para siempre ya con Quien siempre quisiste vivir. Te has ido no, mejor dicho, Te ha llevado. Y algo se muere en mi alma. ¿Qué? Eso ya lo sabes tú mucho mejor que yo. Ciao, Alfonso. Nos vemos.