P. Gustavo Gutiérrez (1928-2024)
Fundador de la Teología de la Liberación
Siempre se mantuvo fiel a sus planteamientos, pero sin rebelarse nunca contra la jerarquía eclesial
Gustavo Gutiérrez Merino Díaz
Dominico peruano
Dominico, fue ordenado sacerdote en 1959 antes de irrumpir en el debate católico con la Teología de la Liberación. Ejerció la docencia en varias universidades norteamericanas y fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2003.
La publicación en 1971 de «Teología de la Liberación. Perspectivas» sacudió un debate doctrinal católico ya de por sí muy convulso en pleno periodo posconciliar. El autor del ensayo, el dominico peruano Gustavo Gutiérrez, planteaba, basándose en su particular interpretación de la constitución apostólica Gaudium et Spes y de la encíclica Populorum Progressio —promulgada en 1967 por Pablo VI y centrada en el «desarrollo integral de los pueblos»— planteaba como requisito imprescindible para una plena salvación cristiana la liberación del hombre no solo en el plano espiritual, sino también en el económico, el político, el social y el ideológico. En suma, la opción preferencial por los pobres, respaldada por los cuatro últimos papas.
El problema es que la nueva corriente teológica rezumaba una retórica con tintes algo marxistas —lo que conllevaba una inevitable dosis de materialismo histórico— que, a ojos de la doctrina católica, no encajaba en la perspectiva evangélica, inmune a las ideologías terrenales. Lo que podía haber quedado en una mera divergencia intelectual se convirtió rápidamente en una preocupación de primer orden para la Iglesia católica, debido al éxito fulgurante de la Teología de la Liberación en ámbitos religiosos no solo de Iberoamérica —el padre Gutiérrez siempre admitió que la situación socioeconómica de su continente influyó en la elaboración de su pensamiento—, sino también de África y de cualquier parte del mundo asolada por el subdesarrollo. Sin obviar, claro está, la seducción que las ideas del dominico peruano ejercieron en sectores académicos europeos y norteamericanos.
Más graves aún eran las consecuencias que la asunción de la Teología de la Liberación por parte de determinados actores revolucionarios de la Iberoamérica de los setenta y ochenta, como los hermanos Ernesto y Fernando Cardenal en Nicaragua o Frei Betto en Brasil. En un primer momento, las altas instancias eclesiales dejaron hacer.
La respuesta de Roma llegó en 1984 a través de una primera instrucción, procedente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida entonces por el cardenal Joseph Ratzinger. Según este documento vaticano, «se tiende a identificar el Reino de Dios y su devenir con el movimiento de la liberación humana, y a hacer de la historia misma el sujeto de su propio desarrollo como proceso de la autorredención del hombre a través de la lucha de clases. Esta identificación está en oposición con la fe de la Iglesia, tal como la ha recordado el Concilio Vaticano II».
Semejante aclaración fue acogida como una condena en toda regla de la obra del padre Gutiérrez. De ahí que dos años más tarde, en 1986, el mismo dicasterio precisase, a través de otra instrucción de mayor contenido teológico y, sobre todo, más conciliadora. El padre Gutiérrez, por su parte, también contribuyó al apaciguamiento. De entrada, a diferencia de émulos suyos, como el franciscano brasileño Leonardo Boff o de patrocinadores de su pensamiento en Europa —el padre Hans Küng, por ejemplo—, nunca entró en rebeldía contra la jerarquía eclesial. También marcó nítidas distancias intelectuales con los intérpretes más radicales de su pensamiento, caso de Boff, y significó públicamente su adhesión a otros puntos esenciales del Magisterio, como el celibato sacerdotal. Su actitud de pensador libre a la par que obediente de sus superiores eclesiales se plasmó en audiencias con los papas Benedicto XVI y Francisco, así como en un libro conjunto con el cardenal Gerhard Müller, otro presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Interesante culminación de la trayectoria vital de un hombre que sintió la llamada divina mientras estudiaba medicina y militaba en Acción Católica. El cambio de vida implicó su traslado a Europa, donde fue formado en los cincuenta por los teólogos más avanzados de la época, como Marie-Dominique Chenu o Henri de Lubac.