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La chulapa y el chulo

Entre una chulapa y un chulo se establece una distancia mucho mayor que entre John Ford y Pedro Almodóvar, por poner un ejemplo de sencilla comprensión

Para nada pretendo establecer paralelismos entre Mario Conde y Pedro Sánchez, que Dios me libre. El primero es un brillante abogado del Estado que alcanzó la presidencia de Banesto y pagó sus errores con años de cárcel. Ha equilibrado su prestigio y no hace ni dice tonterías. El segundo es una calamidad nacional aderezada con una ensalada mixta de traiciones, abusos, y supinas horteradas de nuevo rico. Estoy seguro de que a Mario Conde le divertirá leer una anécdota de sus años de esplendor de la que fui parte y testigo.

El último año navegado en «El Giralda» por Don Juan de Borbón fue el de 1992. Yo estuve embarcado en «El Giralda» en el último tramo de su última singladura. Cartagena hasta Almerimar, de Almerimar a Puerto Banús, de allí, a Puerto Sherry en el Puerto de Santa María, y de Puerto Sherry a Bonanza rumbo a Sevilla remontando el Guadalquivir. Ya en Sevilla, se le abrió una grieta en el cuello, y consultados el Rey Juan Carlos y el doctor Rafael García-Tapia, Don Juan voló a Pamplona para ingresar en la Clínica Universitaria, donde falleció siete meses más tarde.

Coincidimos en Puerto Sherry con el maravilloso balandro de Mario Conde, y éste, por radio, manifestó su deseo de ser recibido en «El Giralda» por Don Juan. Le acompañaría su mujer, Lourdes Arroyo, una señora extraordinaria. Don Juan y quién esto escribe aguardábamos su llegada apoyados en el púlpito, la barandilla del barco. La vista de Don Juan era penosa, poblada de nubes. Al fin, descubrí en lontananza a un numeroso grupo de personas que se acercaban por el pantalán del puerto al «Giralda». Mario Conde y Lourdes Arroyo presidían la marcha, y eran seguidos por todo el servicio de seguridad del presidente de Banesto. Don Juan tenía un guardia civil de vigilancia, bajo una sombrilla a diez metros del barco. –¿Y esas multitudes que se acercan, quiénes son?–, me preguntó. –Mario y sus escoltas–, le informé. Don Juan sonrió y con su sorna madrileña –( yo nací en provincias, pero toda mi niñez y juventud las viví en la calle de Bailén número 1)–, me confesó: –La verdad es que pertenezco a una familia muy venida a menos–. Por la noche cenamos el «El Faro» del Puerto con Mario Conde, con un Don Juan evadido que apenas intervino en la conversación.

He visto las fotografías de Isabel Díaz Ayuso, presidente –no presidenta–, de la Comunidad de Madrid paseando en soledad por la Gran Manzana neoyorquina. Naturalidad, sencillez y ausencia total de miedo. En Nueva York, la gente no reconoce a nadie por la calle. «Es una ciudad muy extraña», confesó Gregory Peck–; He paseado por Nueva York en centenares de ocasiones, y en ninguna me han parado para pedirme un autógrafo–. Isabel Ayuso, que ha viajado a Nueva York en busca de inversores para Madrid, paseó por la Quinta Avenida como Gregory Peck. Sin servicio de seguridad y con la agradable soledad que la libertad procura. Y he comparado –ahora sí– a Isabel Ayuso con Pedro Sánchez, que entre el pavor y la horterada, se hace acompañar por las calles y avenidas de la Gran Manzana por doce guardaespaldas, todos vestidos de negro, al estilo Corleone. Él deambula en cabeza, con expresión de chulo de bolera, mientras que Isabel Ayuso lo hace con la graciosa libertad de la chulapa que nada tiene que temer. Entre una chulapa y un chulo se establece una distancia mucho mayor que entre John Ford y Pedro Almodóvar, por poner un ejemplo de sencilla comprensión.

Ella no teme a nadie y él agudiza su cobardía con la insuperable horterada del nuevo rico. Ella es Isabel y él se cree Gregory Peck, desconocedor de que el gran actor americano jamás fue reconocido y molestado en Nueva York.