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Pecados capitalesMayte Alcaraz

El Despacho Oval de Moncloa

Cuando los diques salten y los jefes de gabinete de los ministros se laven las manos, el agua anegará determinados despachos

Actualizada 17:55

Yo nunca he tenido jefe de gabinete. Bueno, ni gabinete. Pero mola tener jefe de gabinete. Es el último paragolpes de un político. Al de Boris Johnson, un tal Dominic Cunnings, le cayó la del pulpo por decir que lo de la covid era cosa de viejos. Vamos, lo que pensaba su premier hasta que él mismo, tan imberbe, se contagió. Al de nuestra añorada Merkel, Helge Braun, le mandó la canciller a reñir a los alemanes por infectarse de coronavirus sin control. Y los teutones todavía le querían matar por la reprimenda

En versión española tenemos casos más cañí: desde Josep Lluis Alay, el lugarteniente de Puigdemont, investigado por intimar en la lengua de Tolstoi con agentes de Putin, hasta José Luis Ortiz, el adjunto de Cospedal, salpicado por uno de los múltiples ventiladores de porquería de Villarejo. Después, han venido gabineteros más tiernos. Como la de Irene Montero, que preparaba potitos sin rechistar, a precio de enchufada de alto nivel, mientras la jefa tuiteaba en defensa de Rociíto. El cargo de jefe de gabinete también puede servir para reciclar material averiado, como lo fue el fracasado exjemad José Julio Rodríguez, colocado a la vera de Pablo Iglesias hace unos meses. La cosecha fue redonda: fracaso al cuadrado en Madrid para ambos.

Lo que está claro es que los políticos no pueden pasar sin ellos. Hay un juez en Zaragoza que busca con denuedo al listo que trajo a escondidas a un malo del Polisario, el más malo, llamado Brahim Gali, destrozando las relaciones con Marruecos, y media docena de ministros españoles se han puesto a dieta para esconderse tras sus jefes de gabinete mientras cantan el «pío pío, que yo no he sido».

Camilo, Eliseo, Isabel o Susana son las últimas cocacolas que les quedan a los ministros de Sánchez para enjuagarse la boca y no vomitar lo que saben sobre uno de los casos más turbios del mandato de Pedro Sánchez. Y mira que el concurso de dislates es amplio. Camilo, un jefe de gabinete serio y severo, le ha salido rana a la exministra Laya. Ha sido sentarse ante el juez y cantar La Traviata. Que a él que le registren, que la que mandaba era la exresponsable de la diplomacia española. Él podía tener decisión para poner y quitar de la agenda a algún pelma pero que quien decidía si a un acusado de genocidio se le cambiaba la identidad vulnerando, como poco, la ley de fronteras, era ella. La jefa.

Luego está Eliseo, el cortafuegos de la presidenta de La Rioja, otro jefe de gabinete –profesión de riesgo donde las haya–, al que también tiene el juez en sus oraciones por si quisiera repetir la plantilla: mire, señoría, a mí que me registren. Que yo preparé la estancia de Gali en el hospital porque me lo ordenaron los de arriba. Vamos, lo que viene a ser un despeje de libro. El siguiente turno es para Susana, la mano derecha del ministro Marlaska, que no tiene manos para tapar tantos agujeros de su excelencia el ministro, pero parece que este se lo tendrá que comer el exjuez. Ella no.

El magistrado de Zaragoza cerrará la fiesta, por el momento, con la asesora de Carmen Calvo. De María Isabel, la cancerbera de la exnúmero dos de Pedro Sánchez, tampoco se espera que se inmole por el gobierno de la sonrisa. Cuando los diques salten y los jefes de gabinete de los ministros se laven las manos, el agua anegará determinados despachos. Hasta llegar al Oval de Moncloa. Allí recuerdan que un presidente francés, al ser señalado por su exministro en un asunto de corrupción, dijo displicente: «Es un hombre muy amargado: lo sé porque lo empleé y lo despedí». Y de despedir a ministros, Sánchez tiene un Doctorado. Este sí, sin trampas.

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