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Aún huele a espíritu adolescente

Hace algo más de dos semanas se cumplió el trigésimo aniversario de un hito de la música rock: el lanzamiento del primer álbum de Nirvana, Nevermind, que marcó a toda una generación, la nacida durante los años 70 del siglo pasado y que dio en llamarse «X». Toda una incógnita encierra a los postboomers.

Aquelarre de desarrapados, trolls, Kurt Cobain y espíritus livianos con hashtag propioLu Tolstova

El tema escogido para el lanzamiento del disco fue Smells like teen spirit (huele a espíritu adolescente), cuyo conocidísimo riff de inicio aceleraba nuestros latidos en una época donde estábamos a medio hacer, gris como el plomizo cielo de Seattle, que es donde nacían los dioses de nuestros 16 años. Estos, sin caduceo, cuerpo de atleta o espada ropera, nos trasladaban una desazón vital de pelo lacio y camisa de franela a cuadros. Desengañados y con el tiempo, descubrimos que parte de aquella angustia fue fruto del desequilibrio químico y de la adicción a los cultivos afganos. Ahora, algo tendría que ver también el vértigo de vivir el «fin de la Historia», certificada erróneamente por Fukuyama un año después de la salida de Nevermind.

Y digo erróneamente porque, a pesar de ciertos espejismos burbujistas y brotes verdes, todavía seguimos esperando las maravillas del fin de la Historia. No es por desconfiar, pero me temo que tales maravillas han quedado reducidas a una agenda poco alentadora basada en una mezcla de estudios culturales y pensamiento afinado al tempo de We are the world, we are the children.

Los festivaleros de 1999 eran el juguete roto de 1969, la síntesis de 3 décadas de falsos profetas

Pero volviendo a 1992, lo que se entendió como el triunfo definitivo de la democracia liberal vino con el desencanto propio de la juventud. La angustia ante la nueva era que nacía, la perspectiva de un futuro laboral cada vez más precario, el abuso de ciertas sustancias, el principio del fin de la grandeur norteamericana, la carencia de ideales y la complejidad de las relaciones afectivas contemporáneas provocaron que los chavales no estuvieran bien, como cantaba otra conocida banda de aquel entonces, The Offspring.

El festival Woodstock ’99 representó el fin de la inocencia y dio carpetazo a una época de artistas necesitados de litio. Al igual que el urinario de Duchamps, señaló un cambio artístico y social. Pero también fue la consecuencia lógica de su hermano mayor. Si los muchachos de las flores en el pelo se daban baños de fango, aprovechaban eso de la liberación sexual y escuchaban, intoxicados, a Neil Young (abuelo del sonido de Seattle); los festivaleros de 1999 eran el juguete roto de 1969, la síntesis de 3 décadas de falsos profetas. Paz y amor ya no eran más que un simple negocio para la MTV, si es que alguna vez fueron otra cosa. La «diversión» de darse baños en aguas residuales, los abusos hacia las festivaleras y las llamadas desde el escenario a la violencia y a la ausencia de reglas acabó en muerte, destrucción, pillaje y llamas.

Quizá debiéramos darnos cuenta de que la exclusión de lo Sagrado también trae consigo la pérdida de su carácter civilizatorio

Mucho ha llovido desde entonces, pero el nihilismo y la animalización de 1999 son la muestra de una sociedad avanzada técnica y académicamente, aunque embrutecida por estar asentada sobre principios telúricos, de escaso recorrido. Estos, basados en una libertad que saca a Dios de la ecuación, a pesar de tenerlo presente de manera formal, han desterrado el orden y la belleza. Quizá debiéramos darnos cuenta de que la exclusión de lo Sagrado también trae consigo la pérdida de su carácter civilizatorio.

Pienso en estas cosas de hace veintitantos años tras la lectura de un par de tuits virales y un artículo de García-Máiquez. En ellos se señala la importancia de no abandonar la dignidad y mostrar respeto, a través del vestido, ante ciertas instituciones, principalmente las iglesias, pero también la Universidad o, ¿por qué no?, un restaurante. Milenials y generación Z, discrepando del contenido de los tuits, han contraatacado como mejor saben hacer: tirando de memes, de ironía y de hartazgo boomer. Las respuestas más repetidas han sido las de que el outfit no hace al monje y la cantinela de la libertad y el respeto.

Se mofaban de los que reclamaban decoro señalando que ir en chándal no mermaba la valía profesional. Es una incógnita por qué se hace valer una meritocracia académica y se denuesta el esfuerzo de no acudir como un jubilado británico en Benidorm a clase de álgebra avanzada o a Misa. Pocas lecciones en esto de lo cómoda que es la dejadez a la generación que sobrevivió al grunge. Hemos estado ahí y que las formas son importantes, que no hay ética sin estética, uno lo empieza a comprender más tarde. La pena es que hoy el espíritu adolescente llega hasta la vicepresidencia, la consulta del médico especialista, la sala de un juzgado y alguna que otra cátedra universitaria. Y lo peor es que se extiende más allá de la treintena. ¡Empecemos la revolución! ¡Comportémonos como hombres y mujeres dignos de lo Alto!