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La madre que los parió

No siempre hemos tenido revolucionarios con origen y destino en Netflix; ni dedos nerviosos por arreglar el mundo en un tuit; ni a las mujeres nos llamaban cuerpos con vagina; ni a los hombres maltratadores por decreto; ni se echaba al anterior jefe del Estado para contentar a golpistas y populistas...

González, Aznar y Rajoy han paseado hoy por nuestra nostalgia. Son como los vencejos de Fernando Aramburu: planean desde el aire sin bajar demasiado al suelo, donde tienen poco que ganar y mucha crispación que padecer. En la España tan bonita que nos ha dejado Pedro Sánchez, ellos tres –y hasta Zapatero en un momento de desesperación– se han convertido en el Cinema Paradiso de la política española, esa sala de cine que aunque huela a naftalina nos transporta a la mejor versión de nosotros mismos, nos recuerda que hubo un momento en que fuimos lo que Dios manda, un país fuerte, de convicciones profundas, de fina estampa internacional, que daba gusto sacar de casa, en la que políticos de verbo y aspecto desaliñado no nos perdonaban la vida desde las televisiones amigas, una España con servidores públicos que sabían construir sujeto-verbo-predicado, que proferían alguna palabra más que no fuera fascista y LGTBI, y todo sin ninguna «seño Batet» que les abroncara, como en el jardín de infancia.

Háganme caso: esa España existió. Hubo un tiempo, asómbrense, en que alguien con poder y obligación de ello, defendía a España. Como lo oyen. Con mejor o peor fortuna, sacaba brillo a nuestra historia, respetaba al contrario y construía sobre la tierra fértil de una transición modélica y con un Rey, Juan Carlos I, garante de esa nueva España democrática. Ya sé que es difícil aceptar que hubo un tiempo en que España se j... y nadie lo ha evitado. Porque saber cómo ha sido, claro que lo sabemos: un presidente sin principios en manos de los que más nos odian, que además son los torquemadas decididos a arrumbar un tiempo que, en palabras de González y Rajoy hoy en La Toja, no volverá. Esos que llegan, mandan callar, reparten carnés de demócratas, llaman fachas al que no les ríen las gracias -malditas gracias- y hasta claman contra los delitos de odio. Ellos….

Era un tiempo de acuerdos, seguridad jurídica, lealtad institucional, respeto por el discrepante, sin merma de la dureza de los cruces dialécticos. Todo antes de que los nuevos partidos vinieran a salvarnos de males que hoy nos resultan menores. Estos años han sido una enmienda a la enmienda, una reivindicación constante al bipartidismo, que hoy nos han refrescado estos tres señores canosos y bienhumorados, colgadas ya las corbatas del poder.

Viendo pasear juntos a Rajoy y González, que suman veinte años de España en sus biografías, o hablar a Aznar, que aporta otros ocho trepidantes en La Moncloa, uno siente más intensamente la pérdida. Porque no siempre hemos tenido revolucionarios con origen y destino en Netflix; ni dedos nerviosos por arreglar el mundo en un tuit; ni a las mujeres nos llamaban cuerpos con vagina; ni a los hombres maltratadores por decreto; ni se echaba al anterior jefe del Estado para contentar a golpistas y populistas; ni se ninguneaba al Parlamento; ni nos ruborizaban en Europa por menoscabar la independencia del poder judicial; ni se bloqueaban las instituciones por falta de interés para negociar; ni a los periodistas nos leían declaraciones institucionales sin derecho a preguntas y nos callábamos, como en Bulgaria. Cuesta creerlo, pero esa España existió.

Decía Aznar en Sevilla que somos una nación. Fíjense nuestra decadencia que hasta hay que reivindicar a Perogrullo. Ni España plurinacional ni multinivel ni la madre que los parió, ha dicho el primer presidente popular. Ha querido el destino que el lanzamiento de El Debate, este inspirador proyecto periodístico al que me incorporo con emoción, coincida con este paseo de los presidentes del Gobierno de España por la memoria que nos quieren borrar, para ocuparla de revancha, maniqueos y sectarismo. También Guerra, otro político que sumar a este baño de melancolía política, fue un adelantado a su tiempo: a España –dijo– no la va a conocer ni la madre que la parió. Lo clavó.