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La España de Almodóvar no existe

Somos un país más feliz, más tradicional y bastante menos traumático que el que pintan sus películas

No voy a negar yo, un esforzado gacetillero sin más historia, los méritos de Pedro Almodóvar, de 72 años, que guarda en su repisa dos Oscar y dos Globos de Oro de Hollywood. Algún don especial ha de poseer una persona que en una sola vida ha logrado saltar de ordenanza de Telefónica al Olimpo del cine. Las primeras películas de Almodóvar sorprendieron por su hilo directo con frescura coloquial de la calle y por su extraordinaria oreja a la hora de reproducir el encanto de la conversación femenina. Todo adornado por una llamativa fotografía pop y un humor a veces descacharrante. Unido a que alzaprimaba caracteres socialmente marginales, o a la contra, se convirtió en un fenómeno a lomos del aplauso arrobado de lo que se ha dado en llamar “progresismo”.

Más tarde, con el éxito, el dinero y la edad, Almodóvar fue perdiendo su sintonía con la calle, y con ella su gracia y originalidad. Aunque la prensa de su órbita ideológica saluda cada nueva entrega suya como una obra maestra, la realidad es que flojea en taquilla y hace tiempo que no entrega una película redonda. Ahora vuelve con un nuevo estreno, titulado «Madres paralelas», donde mediante el relato de la maternidad de dos mujeres dice reivindicar «un nuevo modelo de familia, que no pasa por lo que exige el patriarcado y que es libre y cambiante». La obra quiere ser además un alegato a favor de la Ley de Memoria Histórica de Sánchez.

La película, y las declaraciones de su autor durante su promoción, señalan de lleno el principal problema de Almodóvar como intelectual español: el país que sistemáticamente refleja es una distorsión negativa de España, que no se corresponde con la realidad de nuestro país, que es mucho más feliz, tradicional y menos traumático que el atormentado universo almodovariano.

Es notable el poso de amargor que anida en un creador al que la vida y su país han tratado tan extraordinariamente bien. Almodóvar rechaza la familia tradicional de padre y madre (que a él lo sacó adelante con cariño, esfuerzo y éxito). Echa pestes de su buena educación católica. Con una intolerancia jactanciosa, condena al averno ideológico a todos los españoles que no comparten su ideario izquierdista. Aspira además a «romper las etiquetas sexuales, familiares, sociales y poner la felicidad y las voluntades en el centro de todo». Es decir, incurre en el error capital del llamado «progresimo»: la condena de la tradición, la realidad familiar que ha imperado durante milenios, la religión y hasta el propio hecho biológico a fin de poner en el centro un único yo ultra egoísta, para el que no existen límites. Le pone además que Papá Estado grabe en las conciencias de los ciudadanos el correcto código zurdo, de ahí que loe una norma tan autoritaria como la Ley de Memoria, que cercena algo básico: el derecho de cualquier persona a interpretar la historia a la luz de su particular juicio y estudio.

No sé si se ha notado, pero me temo que mi cineasta favorito no se llama Pedro. El día en que se acuerde de ver algo bueno en su país igual igual empiezo a aficionarme…