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El mal nunca tiene la última palabra

El ensayista y profesor de universidad, Isidro Catela, reflexiona a propósito del escándalo de la Iglesia católica en Francia, donde la Comisión encargada del informe sobre abusos estima que hay 330.000 víctimas menores

Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y le precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños. La palabra de Dios es alta y clara. No hay peros que valgan, no hay paños calientes: los abusos sexuales son una lacra, un pecado gravísimo, un delito mayor. Por eso, cada vez que nos sobresalta una noticia como la de Francia, en la que, por iniciativa de la propia Iglesia, hemos conocido que, desde el año 1950, 216.000 menores fueron abusados por sacerdotes,

nos sobrecogemos al recordar que la nuestra es una libertad herida, que el infierno no son los otros, y que todo ha de comenzar por una profunda conversión de los corazones, acompañada de acciones concretas y eficaces, que involucren a todos en la Iglesia, de modo que la santidad personal y el compromiso moral contribuyan a promover la credibilidad del anuncio evangélico.

No es justo sacar el texto de su contexto y olvidar que no estamos ante una cuestión estrictamente eclesial, sino ante toda una lacra social. Para que nos hagamos una idea, solo en Francia se estima que 5,5 millones de personas sufrieron abusos antes de cumplir los 18 años. Los agresores eran, mayoritariamente, familiares o amigos de la familia. Comprender esto no supone justificar nada, ni diluir responsabilidades, pero es necesario para calibrar el drama en su conjunto y no creer que utilizar a la Iglesia católica como una suerte de chivo expiatorio va a acabar con el problemón.

Hay que depurar los hechos, esclarecer la verdad, asumir responsabilidades y acompañar adecuadamente a las víctimas que lo deseenIsidro Catela

Hay que depurar los hechos, esclarecer la verdad, asumir responsabilidades y acompañar adecuadamente a las víctimas que lo deseen. Sin estigmatizar al conjunto de la Iglesia por ello. Sin hacer juicios sumarísimos a nadie. Sin abandonar a su suerte a quien haya cometido tales crímenes abominables.

Jinetes de luz en la hora oscura

En la hora oscura, no obstante, hay siempre jinetes luminosos. Hay ciertamente cavernas en el mundo, pero no todo el mundo es una caverna. Por eso, con el temblor y el dolor por lo sucedido, debemos reconocer también que en ese camino de acogida, escucha y reparación, la Iglesia –con todos sus pecados a cuestas– está siendo madre y maestra. «Vergüenza, espanto y perdón», tal y como han dicho los obispos franceses. Sí, pero también muchas gracias por la valentía y el arrojo de poner verdad donde había grave error y grave ofensa.

Por lo que a cada uno de nosotros respecta: más teología de rodillas, más ora et labora, y menos discusiones bizantinas. En esta hora, si cabe más que nunca, nuestra opción preferencial ha de ser por los santos; aquellos que, con la mirada siempre puesta en las llagas de Cristo resucitado, nos recuerdan que el mal nunca tiene la última palabra.