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Expropiemos primero la Dacha de Galapagar

No existe país en el mundo que disfrute de una democracia si no protege la propiedad privada a la vez

Pablo Iglesias e Irene Montero vivían en humildes casas del extrarradio de Madrid, que como todo el mundo sabe está más lejos de la capital que La Coruña aunque la distancia técnica lo desmienta.

Sus trabajos, o la falta de ellos, no les daban para más: él era profesor universitario interino, un puesto tal vez deslumbrante para el lego pero insuficiente para sobrevivir si no va acompañado de una plaza estable de titular o catedrático.

Que son, en términos laborales, el equivalente a un premio de la Bonoloto y a una pensión de jubilación máxima: trabajas menos que el sastre de Tarzán, pero cobras como si estuvieras gestionando la selva.

Se lo digo por experiencia: yo mismo fui varios años profesor asociado de la Carlos III, en la misma hornada que César Antonio Molina o Josemari Calleja, y me llevaba, creo recordar, 400 eurazos mensuales por demostrarle a los alumnos que mi mera presencia, como enseñante de Periodismo Social, era un síntoma de la crisis de la Universidad española.

Y ella, la Simone de Beauvoir de polígono del Jean Paul Sartre de mercadillo, no tenía oficio conocido, más allá de un razonablemente abultado currículo de distintos títulos, másteres y clinics impartidos por profesores igual de incompetentes que servidor pero un poco menos graciosos y significativamente más alejados del oficio que enseñaban.

Cuando este incompetente que les escribe enfriaba vocaciones con unos cuantos lustros de ejerciente de bombero torero en plazas periodísticas de todas las categorías; no pocos compañeros seguían enseñando que el periodismo era Gutemberg y que los cíceros eran la unidad de medida de la calidad de la profesión.

Pero ambos lograron alcanzar las más altas cimas de confort personal y las más bajas de coherencia política al aprovechar su salto a la política para adquirir una humilde mansión en Galapagar, con más baños que culos juntaban los fundadores de Podemos y unas bacinas doradas para evacuar los posibles vómitos provocados por su cinismo.

Mientras todo se empobreció, ellos, que venían de la nada para alcanzar las más altas cotas de miseria, se forraron a costa de convertir la política en «Gran Hermano» y lograr la fama ejerciendo de chonis de braga ligera.

De ese ejercicio de urbanismo depredador nace la supuesta ley pactada con Pedrito I de España y V de la Humanidad para regular los precios máximos de alquiler de la vivenda, que hoy serán aplicables a los fondos Butragueño, con remate de Santillana, y mañana a todo bicho viviente.

Las peleas conceptuales no admiten excepciones, y la invasión de la propiedad privada que constituye intervenir el piso de quien tiene muchos siempre es el preámbulo de invadir el piso de quien no tiene nada. Porque otro tendrá menos aún. Esto ya ha empezado con la legalización de la okupación y el travestismo del zángano en víctima de la sociedad.

El problema del socialismo lo demostró un profesor americano al hacer el experimento de repartir las mejores notas solidariamente entre todos los alumnos de la clase: el primer trimestre aprobaron todos a la baja con los sobresalientes del grupo más avanzado; pero en el último nadie aprobó al dejar de hacer esfuerzos los más dotados y ponerse a la cola de una dádiva que ya era imposible. Sea esta historia veraz o una leyenda, es inmejorable.

No existe país en el mundo que disfrute de una democracia si no protege la propiedad privada a la vez. Que un día es el yate de Florentino, pero al siguiente termina siendo el ahorro de hormiguita de un jubilado moliente.

Mientras, ellos se construyen dachas con dinero público y las rodean de policías a los que en otro momento apalearían, no sea que se acerque el pueblo a preguntarles «qué hay de lo mío» o les reprochen que cómo es posible que me suban un 150 por ciento el IBI del apartamento en Gandía mientras ellos viven, los muy republicanos, a cuerpo de Rey.