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Que vuelva el Rey

¿Acaso la presunción de inocencia rige para todo el mundo menos para la persona que ayudó a traer las libertades?

Es indiscutible que Sánchez es un político habilidoso. Regatea bien (sobre todo metiendo el codo y después de embarrar la cancha con el camión cisterna de la desinformación). Hablamos de un tipo al que la vieja guardia del PSOE -González y Rubalcaba- sacó con fórceps de la secretaría general, pero que logró recuperarla pateándose las sedes de toda España al volante de su utilitario. Guste o no el personaje, eso constituye toda una proeza política. Nos referimos a un mandatario que consiguió llegar al poder sin haber ganado las elecciones y conspirando entre tinieblas con los partidos separatistas antiespañoles. Una maniobra infame, ciertamente, pero sin duda de una habilidad maquiavélica extraordinaria.

Pero que Sánchez sea tesonero y disfrute de la ventaja de una desacomplejada amoralidad táctica no quiere decir que sea extremadamente inteligente. Sus jugadas se ven venir a leguas, por ejemplo, la que orquestó alrededor del Rey Juan Carlos en el verano de 2020.

Tras unos meses atroces de epidemia, en los que España padeció una de las mayores cifras porcentuales de mortalidad del mundo, el 4 de julio Sánchez declaró exultante en un mitin que España había «derrotado al virus» y nos animó a «disfrutar de la nueva normalidad». Quería enviar un mensaje triunfalista a las puertas de unas importantes elecciones autonómicas en Galicia y País Vasco. Pero aquella imprudencia se tradujo enseguida en una nueva escalada de la enfermedad. Con la mayor caída del PIB de la OCDE a cuestas y la epidemia volviendo a morder, el Gobierno necesitaba un McGuffin, que diría Alfred Hitchcock, para distraer al público de una deficiente gestión, que pecó de amateurismo. Ese señuelo tuvo nombre y apellidos: Juan Carlos de Borbón.

Magnificando la falta de ejemplaridad de algunos de los comportamientos personales del viejo Rey -que es cierta-, Sánchez y sus fontaneros monclovitas organizaron una campaña a través de sus potentes terminales mediáticas para convertir a Juan Carlos I en una especie de pesadilla para la vida del país. Cuando lo cierto es que el respetable público, muy satisfecho con Felipe VI, ya poco se acordaba de él. El propio presidente apoyó esa caza de brujas contra Juan Carlos I con un par de compungidas comparecencias televisivas, en las que en la práctica vino a señalar la puerta del exilio al Rey que trajo la democracia. Le salió bien, porque las televisiones «progresistas», que tocan al ritmo que marca la batuta de la Moncloa, gastan todavía una potencia de fuego enorme en este país. Son capaces de mover el sentir de la opinión pública y suscitar debates artificiales (véase como antes se hablaba a todas horas de «pobreza energética» y ahora, con la luz absolutamente disparada, ese mantra ha desparecido, simplemente porque hoy gobierna la izquierda).

Ha trascurrido más de un año desde aquella operación, que concluyó con su marcha al extranjero el 3 de agosto de 2020. Y hoy todas las acusaciones que pendían sobre Juan Carlos I han ido cayendo como naipes en el frente que al final importa, los tribunales. Surge entonces una pregunta: ¿Acaso la presunción de inocencia debe regir para todo el mundo excepto para el viejo Rey? Parece llegado el tiempo de que pueda retornar a su país y afrontar aquí lo que tenga que afrontar (si es que algún día se sustancia en algo). No está a la altura de una nación de la categoría de España mantener a una persona que tanto hizo por la prosperidad del país y sus libertades sometida a una suerte de destierro, apartado lejos al cobijo de la gracia de los soberanos árabes. Que vuelva el Rey.