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Voluntad de delinquir

Cuando quiera fallar el Tribunal Constitucional, habrán pasado años, en el mejor de los casos, o no pasará absolutamente nada.

Durante meses hemos estado encerrados en casa, bajo amenaza de multa o de muerte. Lo de la muerte era un riesgo cierto, pero la multa -en su momento lo sospechamos, ahora lo sabemos- era abiertamente contraria a la Constitución. Durante meses, el Parlamento, el lugar en el que reside la soberanía nacional, uno de los tres poderes del Estado, ha estado cerrado o se han cercenado seriamente sus funciones. Entonces lo barruntábamos, pero ahora tenemos la certeza: atentaba contra la ley marco que garantiza nuestros derechos y libertades fundamentales. ¿Y cuál ha sido la consecuencia? Ninguna. Ni una manifestación, ni, por supuesto, una dimisión. ¿De qué nos sorprendemos entonces

Consagrado ante la opinión pública el atentado contra el Estado de Derecho como un ejercicio de buenismo en favor de una población vulnerable, a la que el propio Gobierno descuidó ignorando deliberadamente la amenaza que suponía la covid, en Moncloa creen haber obtenido carta blanca para seguir delinquiendo, porque delinquir -dice el Diccionario de la Real Academia- es cometer un delito, es decir, quebrantar la ley. Cuando quiera fallar el Tribunal Constitucional, habrán pasado años, en el mejor de los casos, o no pasará absolutamente nada. A las pruebas me remito. De modo que, con las elecciones a dos años vista, se relanza el proyecto.

Con Podemos al frente, aplicando su modelo de ingeniería social, es decir, intervencionismo de corte bolivariano disfrazado de caridad decimonónica, coartan nuestra libertad para ordenarnos qué estamos obligados a hacer con nuestros perros -me pregunto si los que ya tienen can estarán obligados a hacer el cursillo-, adoctrinan a nuestros hijos en los colegios y vulneran nuestro derecho de propiedad y los más elementales mecanismos del mercado para fijar el precio de nuestras casas. Me temo que el experimento de las viviendas en alquiler no tendrá mucho recorrido. O se carga el mercado, como ha ocurrido en Barcelona, o no se aplicará. Pero esto es lo de menos, lo importante es que destruirá la poca confianza en este Gobierno que pudiera quedarles a los creadores de riqueza nacionales y, sobre todo, internacionales y delata la pertinaz voluntad de este Ejecutivo de seguir delinquiendo, en contra incluso del más elemental sentido común, con tal de fijar la agenda política y mediática, mantener embobada a la población en debates artificiales y, por supuesto, cercenar su libre albedrío en pos de un objetivo: mantener el poder a cualquier precio.

Podemos toma de nuevo la batuta ideológica. Y Sánchez cede porque lo comparte o porque lo necesita para sacar adelante un presupuesto que le permitirá inyectar en la economía productiva los miles de millones prometidos en Bruselas. Es el clavo ardiendo al que se agarra para repetir legislatura en la Moncloa. Tal cual hizo Zapatero en 2008. Pagará el precio. Lo pagaremos todos. Se irá con el déficit y la deuda en cotas desorbitadas que habrá que financiar, aun a costa de las próximas generaciones. Pero más graves serán las consecuencias del retorcimiento al que, en plena borrachera de impunidad, ha sometido a la ley y a las instituciones. Habrá que levantarlo, reforzado, de nuevo.