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La corrección política y otros rodillos

Se está dirimiendo una gran batalla por las libertades personales, que incluye revolverse contra barbaridades como la aberrante Ley de Memoria

Fue una de las preguntas del siglo XX: ¿Beatles o Stones? Diría que ambos. Pero aún así, creo que hicieron más por la música los Beatles en solo diez años de carrera que los Stones en sus casi seis décadas dando tumbos. Metiendo el dedo en la llaga, Paul McCartney, desde la libertad de sus 79 abriles, acaba de menospreciar a sus competidores como «una banda de versiones». El abuelo Macca ha ido un poco lejos, pero algo de razón no le falta: los londinenses jamás poseyeron la extraordinaria capacidad de innovación de sus rivales de Liverpool. Su aureola se cimentaba más bien en la transgresión rebelde (en los sesenta se decía aquello de que «mientras los Beatles quieren coger tu mano, los Stones te quieren meter mano»).

Pero ni artistas libérrimos y ya de vuelta de todo, como los Rolling Stones, son ya capaces de resistirse a losa de censura de la corrección política y la subcultura woke. La banda de Mick Jagger acaba de anunciar que para no herir susceptibilidades dejará de tocar Brown Sugar, la segunda canción más interpretada de su repertorio. Keith Richards se ha mostrado perplejo ante las críticas de la izquierda biempensante que han acabado con la tonada: «¿No entienden que en realidad es una canción sobre el horror de la esclavitud?». Con la claridad áspera que lo distingue, el viejo guitarrista ha definido en solo tres palabras la corrección política y la subcultura de la cancelación: «Toda esta mierda». Tal vez acierta.

Mi mujer no es una persona nostálgica. Sin embargo días atrás, tomándonos un vino, me soltó lo siguiente: «En los ochenta, cuando nosotros estábamos en la universidad, creo que había mucha más libertad que ahora». Me pareció que exageraba. Pero luego me quedó rumiándolo y creo que tiene bastante razón. Hoy se está librando en todo el mundo una enorme batalla por las libertades personales, amenazadas por el rodillo de una intolerancia embozada bajo el engañoso logo de «progresismo». En España, gobernándonos quienes nos gobiernan, esa presión se torna especialmente intensa. Quieren legislar hasta sobre nuestras relaciones con nuestros perros, o cómo deben ser las miradas en las empresas, y ya preparan un temario de ingeniería social para que todos los chavales acaben la Secundaria convertidos en «progresistas» de manual.

En esa línea, hoy llega al Congreso una aberrante Ley de Memoria –mal apellidada «democrática» por sus promotores–, que simplemente pretende imponer una lectura única y con orejeras de lo que fueron la República y la Guerra Civil. Una fantasía maniquea, en la que los de un bando son todos serafines dulcísimos que huelen a agua de colonia y los del otro, crudelísimos asesinos cuya memoria hiede a azufre. Un pisoteo a la libertad académica y un absurdo, pues en todos los órdenes de la vida la realidad no es en blanco y negro, sino que se presenta en una gama de grises. Esperemos que los partidos de la oposición estén a la altura y den una seria batalla argumental contra esta norma de tufillo totalitario, que no pasaría el corte en ninguna democracia de nuestro entorno. Realmente hay proyectos de ley que son dignos de la definición del sabio filósofo Keith Richards que citábamos más arriba...