De catedrales, ferias y Vírgenes
El profesor del CEU nos aproxima a los tres ritmos entre los que lidia la Iglesia: el ruido, la devoción popular y el diálogo con la cultura de su tiempo
Podría pintar Málaga con tres colores, el del mar, la playa y los montes. Podría escribir sobre ella si supiese poner imágenes a la luz, y podría bailarla si tuviese el coraje de mirar a los ojos de una mujer tocando las palmas.
Eran días de feria. La de día, de rebujito, sevillanas, sombreros de paja y jaleo. La de noche, de luces, casetas, bailoteo y algo de bronca. Quien ha estado en la feria de Málaga ha visto la fiesta en lo que tiene de celebración y de catarsis, de carnaval y de ceniza. Ha paseado entre la tristeza más triste de todas las tristezas, que es la angustia disfrazada de alegría, girando y danzando hasta la extenuación al ritmo frenético de la música. Ha visto el doliente lubricán, la hora en que yacen los amores robados y las esperanzas frustradas. Ha visto el porte elegante de los muchachos, florecer el jazmín en el cardo seco y a las generaciones mezclarse entre bodegas, finos y pescaitos.
Málaga, en días de feria, es una fiesta a mitad de camino entre lo profano y lo sagrado
Málaga, en días de feria, es una fiesta a mitad de camino entre lo profano y lo sagrado. Es orgía, exceso y bacanal. Es ordalía, juicio y prueba de verdad. Es la efusión de la culpa contenida, y la represión de las virtudes sociales. Málaga vive su feria calzándose la peineta de la Semana Santa, y los mozos bailan como cargan los costaleros a su Virgen. Los guiris hacen el ridículo en las calles porque en las escuelas de danza andaluza no les han puesto bajo el paso de la Virgen del Carmen, soportando sobre su cerviz a la Dolorosa, al paso que marca el capataz.
El anonimato del dolor bajo el paso se toca con la exaltación pública de la alegría. De esa misma experiencia nace un «olé» que vale tanto para la gitana que danza en la calle Larios como para la Virgen de la Victoria.
Con esa Málaga adoptiva pegada a mi piel curtida por los soles del páramo castellano y los golpes del Atlántico, poco acostumbrada a las paradojas del sur, sobria en el silencio y coral en la danza, entré en la misa de domingo en la catedral. Necesitaba recrear el ambiente de feria en Málaga para hacer comprensible el contraste que sentí al entrar en el templo.
La frescura del lugar, el silencio y el recogimiento contrastaban con las calles a rebosar. Fuimos en hora punta a misa y no había casi nadie. Cruzamos el cordón rojo que separa la zona de los turistas de la reservada a los fieles. Nos sentamos, familia numerosa, numerosamente ruidosa e inquieta, en los primeros bancos. Cada paso, cada golpe, cada caída y cada llanto de niño retumbaban en la cúpula del edificio. Y a cada ruido, una mirada increpadora. Eran pocos los asistentes, todos ancianos, y poco acostumbrados a niños molestando en misa. El sermón fue duro también, de condena, de aviso de los pecados que arrastran al mundo y recuerdo de todas las obligaciones aun por cumplir en aquel pueblo presente, anciano, con más vida por detrás que por delante. Parecía que la vida del pueblo molestase en aquel sitio y a aquella hora.
Allí se me hizo patente la enorme brecha entre la Iglesia y el mundo contemporáneo
Allí en medio, entre la fiesta pagana y la sagrada, hijas las dos en sus formas y modos de expresión del mundo que vivimos, ninguna podía sustraerse de la realidad ante la que se expresan. Allí se me hizo patente la enorme brecha entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. La pregunta de T.S. Elliot resonaba en mi cabeza: «¿Ha sido el mundo el que ha abandonado a la Iglesia, o la Iglesia la que ha abandonado el mundo». Y eran las dos, ¡las dos se han abandonado mutuamente! Qué triste constatarlo en la experiencia propia. En la vida de un mundo en el que la alegría es embriaguez, y la conciencia, anestesia, que no baila, sino que se agita. Y en una Iglesia cuya palabra no encontraba a quién dirigirse, que buscaba anhelante un resquicio humano, un trozo de carne que sangrase de verdad, y un niño que gritase tan alto y tan fuerte como los «olés» a la Virgen, que molestase a los viejos, a los que nos hemos hecho ancianos antes de tiempo, y nos recordase que todo se hace nuevo en un niño.
En Málaga deseé de corazón que las puertas de las catedrales se abriesen. Que sean puertas de entrada y que, como decía J.M. de Prada en Valladolid la semana pasada, «creemos nuevas formas de expresión cultural que seduzcan tanto a C. Tangana que este quiera hacerlas propias». Y que sean también puertas de salida, que busquemos desesperadamente ese fondo de humanidad que se encuentra en lugares insospechados y se manifiesta de las formas más sorprendentes.
En Málaga comprendí que el pueblo canta y baila lo que celebra, y que los templos son sagrados porque celebran el baile más humano (más humano que lo humano), la herida traspasada por la luz, el dolor vencido por el consuelo, y la muerte salvada por la vida.