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¿Sospechosos habituales? Los empresarios

Todo sube con la izquierda: el impuesto de sociedades, las cuotas de autónomos, la fiscalidad de los inmuebles… una maravilla

Cuando veo una de esas películas que recrean la llegada de emigrantes europeos a la Isla de Ellis a comienzos del siglo XX, siempre me embarga el mismo pensamiento. Y es que yo no rascaría pelota si me soltasen allí, en la llamada Puerta de los Sueños, con una maleta de cartón o un hatillo para buscarme la vida en aquel Nueva York. Sería incapaz de escalar socialmente y convertirme en una persona próspera, porque carezco de ojo para los negocios, eso que hoy se llama pedantuelamente «el emprendimiento». Tal vez por eso, y por las experiencias que viví de chaval en mi ciudad natal y en el hogar de mis padres, siempre he contemplado a los empresarios como héroes.

Cuando yo era un crío, en La Coruña solo había seis fuentes de empleo de peso: la fábrica de tabacos, el puerto, la refinería, la caja de ahorros, una fábrica de armas o colocarse en la Diputación. Pero las factorías de cigarros y de pistolas cerraron, la caja de ahorros cascó en la crisis de 2008 –aunque luego ha retornado con otra marca– y el puerto pesquero perdió muchísimo fuelle. La ciudad se habría quedado tiritando económicamente de no ser porque apareció de la nada un genio empresarial. Aquel tipo, que siendo adolescente empezó de mozo en una camisería, tuvo una idea tan sencilla como visionaria: fabricar ropa de último diseño a un precio asequible. Hoy es el mayor plutócrata de España y La Coruña se ha convertido en Zarápolis. La multinacional de Ortega explica el pulso económico de la ciudad (y sus soberbios restaurantes, que no encajan con su tamaño). Media Coruña vive hoy de Inditex. A Dios gracias.

En mi casa conocí también la otra parte de la historia: los sudores de los empresarios. Mi padre era armador de un pequeño mercante y cuatro pesqueros cuando su negocio se vio sacudido por los costalazos de la crisis del petróleo de los setenta y las nuevas aguas territoriales europeas. Fui testigo de sus noches de insomnio, sus jaquecas con la empresa en el alambre. Constaté de primera mano la enorme responsabilidad personal y social que contraen los empresarios con su plantilla, su gente.

Tal vez por lo anterior me parece muy lesiva para el bienestar de todos la displicencia y la persecución de la izquierda que nos mal gobierna hacia los empresarios (los grandes y los pequeños). Padecemos un Ejecutivo que contempla como sospechosos a quienes sostienen la economía del país y que los fríe a impuestos (ahora mismo van a subir sociedades y las cuotas a los autónomos, un disparate en una España que está saliendo de una recesión aguda y necesita insuflar oxígeno a sus empresas). Una amiga periodista, más inteligente que yo, me lo resumía muy bien ayer en un guasap: «Con la izquierda no todo baja. Hoy han subido la cuota de los autónomos y se han subido el sueldo un 2 %». Lo lastimoso de esa ironía es que es literalmente cierta.

La teta pública les parece el no va más y la iniciativa privada, un desdoro. Tenemos una vicepresidenta, ahora mismo de inexplicable buen cartel, que incluso habla de «beneficios groseros» cuando se refiere a las ganancias empresariales. ¿A dónde se va con una mentalidad así? Pues a una cutre igualación a la baja, que anestesia a los países y señala como culpables precisamente a los que se arriesgan para intentar crear algo donde nada había. Hasta los comunistas chinos lo han entendido. Los nuestros, todavía están en el rencor, la envidia y los latiguillos zurdos de la era del comediscos. 

Ahí están en los cines Bardem y León de Aranoa con un astracán, El buen patrón, que hace mofa sangrante, oh casualidad, de un empresario sin escrúpulos. Por ahora no se conoce ningún proyecto de estos grandes cineastas comprometidos para convertir en comedia de denuncia, por ejemplo, el latrocinio del sindicalismo socialista en Andalucía y las cuencas mineras de León y Asturias. Y hay varios condenados a penas de cárcel para inspirarse...