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La desnudez mendicante de los árboles

Pienso que todos deberíamos aspirar a vivir en un otoño permanente. A ser un poco agustinianos y un poco tomistas. A sumergirnos en nuestra interioridad y hallar a Dios en ella sin dejar de bendecir los portentos creados por Él

Escribía el maestro Marín-Blázquez en su columna de la semana pasada que el otoño nos invita, por un lado, a la retrospección, «a esos paisajes sobre los que la memoria ha depositado una delicada pátina de familiaridad» y, por otro, a «una actitud de introspección que en ninguna de las demás estaciones se nos antoja tan apremiante». Contagiado del entusiasmo de Carlos, y también a rebufo de su reflexión, yo elevo la apuesta y digo que el otoño tiene la virtud de propiciar una síntesis casi hegeliana entre dos extremos contrapuestos, la virtud de reunir en torno a sí dos talantes que de primeras se nos presentan tan inconciliables como C. Tangana y la sutileza.

No me aventuro apenas si afirmo que la teología cristiana ha reconocido tradicionalmente dos vías de aproximación a Dios: una introspectiva y otra que llamaré contemplativa pero que bien podría llamar hedonista. La primera, representada por san Agustín, busca el Absoluto entre los recovecos del alma, entre sus pliegues y cavidades: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y por fuera te buscaba, y me lanzaba sobre las cosas hermosas creadas por ti». La segunda, acaso encarnada por santo Tomás de Aquino y sus vías, lo busca, en cambio, en la realidad que se despliega ante el hombre concreto. Descubre un rastro divino en el pájaro carpintero y en ese rugoso tronco que taladra con su pico, en la colina tras la que se oculta el sol cuando descansa, en el héroe que entrega su vida a una causa noble. Mientras el hombre introspectivo encuentra al Otro abriéndose paso entre la maleza del yo, el contemplativo lo hace regodeándose en esas «cosas hermosas» que se cruzan en su camino. Uno gusta de la austeridad de las iglesias románicas, incluso de la fealdad de las modernas, porque ambas le evitan dispersiones sensoriales; el otro, que lleva hasta sus últimas consecuencias aquella máxima medieval de que «nada hay en el intelecto que no proceda de los sentidos», prefiere rezar con los ojos, admirando un retablo; con los oídos, escuchando gregoriano; e incluso con la lengua, ¡paladeando un vino!

El otoño complace tanto al introspectivo como al contemplativo, e invita a cada uno de ellos a ser como el otroJulio Llorente

El otoño, digo, complace tanto al introspectivo como al contemplativo, e invita a cada uno de ellos a ser como el otro. Es una fiesta para el contemplativo, que se recrea en el disfraz ocre de los árboles y en la grácil danza de sus hojas antes de posarse, exánimes, en el suelo. Y también puede serlo para el introspectivo, que muy consecuente habría de ser con su vocación para no unirse al contemplativo y celebrar con él las espléndidas mañanas de noviembre, el abrazo de dos amantes que se resguardan así del frío repentino de la noche o el rumor de unos niños jugando en el patio de su colegio, estimulados quizá por ese sol otoñal que calienta pero no asfixia.

Pero esta estación, tan tolerante, también colma de guiños al introspectivo. Las tardes lluviosas, las noches cada vez más largas y desapacibles, y la desnudez como mendicante de los árboles conminan al hombre a buscar en los abismos de su «yo» el refugio que le niega el mundo. Incluso el contemplativo, menos proclive a esas honduras y auténtico prodigio de la dispersión, deseará cobijarse en una iglesia y buscar a Dios allá donde su presencia le resulta menos evidente que en el orden del cosmos: entre el desorden como de desván que reina en su alma.

Pienso que todos deberíamos aspirar a vivir en un otoño permanente. A ser, a riesgo de que unos y otros nos acusen de tibieza o de sincretismo, un poco agustinianos y un poco tomistas. A sumergirnos en nuestra interioridad y hallar a Dios en ella sin dejar, claro, de bendecir los portentos creados por Él para nosotros.

Julio Llorente

Periodista, humanista, traductor y escritor. Tras los pasos de Chesterton. Fui director de la editorial Homo Legens. Ahora ando inmerso en Ediciones Monóculo.