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La oscuridad del mercado eléctrico

Debemos hacer la transición energética, pero, si no queremos cargarnos la poca industria que tenemos, más valdría que los plazos fueran sensatos

Sostiene Pedro Sánchez que, cuando acabe el año, habremos pagado por el consumo de electricidad lo mismo que en 2008. Un poquito más, porque suma la inflación. Podría acertar si el IPC se desboca. Y, aunque está en racha –Funcas asegura que puede alcanzar el 5% en diciembre–, mucho tiene que encarecerse la cesta de la compra para que le salga la cuenta. La alternativa es que caigan en picado el gas y los derechos de emisión de CO2, pero los expertos que conocen estos mercados aseguran que, al menos hasta la próxima primavera, es altamente improbable. ¿Por qué se aventura entonces a hacer esta improbable predicción? Posiblemente, porque el coste de oportunidad es muy bajo. Su promesa disuade las protestas en lo que llegamos a fin de año y si, cuando llegue el 31 de diciembre, no ha acertado, ya nos dirá en enero que la caída del precio de la luz que se espera para el próximo abril compensará con creces el gran sacrificio que hemos hecho este año. Nunca le ha costado faltar a la verdad ni ha tenido que pagar por ello –de momento, al menos–.

El futuro será de aquellos países que sean capaces de implementar una política energética capaz de asegurar el suministro de forma eficiente y un precio competitivo a sus ciudadanos y empresas. Estados Unidos lo ha hecho con fuentes autóctonas y China lleva años trabajando en ello. Y aquí, en España, esa política, que, a lo largo de la democracia, se ha desarrollado a bandazos y a golpe de necesidades puntuales, con miras excesivamente cortoplacistas, ahora se ha reducido a las ocurrencias.

Nada más acceder a su puesto, Teresa Ribera, muy curtida en el trabajo de despacho, pero poco asidua a visitar industrias, sentenció, ni corta ni perezosa, que el diésel tenía los días contados. El trasfondo de esa idea es la que impregna todas sus decisiones. A tenor de sus declaraciones, la vicepresidenta parece decidida a hacer la transición energética con rapidez. Lo manda Europa, el medioambiente lo exige y las fuentes de energía procedentes de yacimientos fósiles a costes asumibles se agotan. Pero de lo que no parece consciente es de que la rapidez sobre el papel está a años luz de la que puede imprimirse a la economía real. Hay que hacer virar un trasatlántico y ello requiere de músculo financiero –del que andamos justos– y de mucho tino. Y, en las esferas de poder, prima la declaración de brocha gorda sobre el delicado ajuste de bisturí.

Cuando Ribera dijo aquello del diésel, los fabricantes de automóviles y toda la industria auxiliar se echaron las manos a la cabeza. No sólo porque se cargaba una tecnología altamente competitiva que mantenía a Europa en posiciones de liderazgo mundial y daba empleo a una buena parte de su fuerza laboral, no sólo porque había que amortizar el esfuerzo financiero que se había hecho para alcanzar esas cotas, sino también porque, como dicta el sentido común, una fábrica no se transforma de la noche a la mañana.

Ahora, enredada en el mercado eléctrico, sigue la misma pauta. Un día recorta el beneficio a las eléctricas y al siguiente monta una subasta de renovables que, en el caso de la fotovoltaica, ni siquiera logra cubrir la oferta debido a la desconfianza que ha provocado en el mercado. Obviamente, debemos hacer la transición energética, pero, si no queremos cargarnos la poca industria que tenemos, más valdría que los plazos fueran sensatos. Entretanto, mimemos a las empresas para evitar que huyan y, como no podemos hacer nada con los precios del gas, ¿por qué no decidimos estudiar el mercado de los derechos de emisión de CO2? Con este asunto de la contaminación se están haciendo, de forma un tanto opaca, unas transferencias de rentas a escala internacional harto difíciles de explicar. No estaría de más que el presidente se dedicara a investigarlo, en vez de vendernos bálsamos de Fierabrás.