Fundado en 1910

El Juego del Calamar y el bocata de calamares

Los surcoreanos han logrado su éxito haciendo exactamente lo contrario de lo que postula hoy la España oficial

Como buena donostiarra, mi mujer fue una niña de francés. Aprendió inglés ya de mayor, en una academia de Londres que era como la ONU. En su clase estudiaban personas de medio planeta. Pero pronto se percató de que había unos seres que descollaban: los infalibles coreanos. Todo lo sabían y se tomaban la prueba más nimia como si se jugasen la vida. Tras la Segunda Guerra Mundial, rusos y americanos partieron arbitrariamente Corea a la altura del paralelo 38. Cuando en 1948 arrancaron las dos Coreas, todo el mundo habría apostado por el Norte, pues contaba con la industria, mientras que el atrasado Sur se limitaba a la agricultura y era mayormente analfabeto. Sin embargo el comunismo demostró una vez más que nunca falla a la hora de crear miseria y desincentivar a las personas. El epílogo es conocido: en Corea del Norte viven en condiciones paupérrimas bajo un régimen atroz, torpe y belicista, mientras que Corea del Sur se ha convertido en un dinámico país, que sorprende al mundo con su empuje.

Los televisores de imagen insuperable de nuestras salas de estar son surcoreanos, como los móviles Samsung o los coches Hyundai. Pero además Corea del Sur se está convirtiendo en un notable exportador de cultura de consumo. Hace un par de años se llevaron el Oscar a la mejor película extranjera y ahora una serie surcoreana, la inquietante y discutida El juego del calamar, ha hipnotizado a medio planeta y ha batido los récords de audiencia de Netflix. También son exportadores de música juvenil, con el K-Pop y sus bandas de chavales tipo muñecos de cómic. ¿Cómo puede haber llegado ahí un país que inició el siglo XX con las peores cartas? ¿Cómo puede haberse convertido en el séptimo exportador mundial? La respuesta está en la educación, asunto sagrado en Corea del Sur. El respeto a los docentes es extremo: «Al profesor no se le pisa ni la sombra», reza una máxima local. Los alumnos estudian bajo una presión que en España provocaría manifestaciones de padres de corazón indulgente frente a las escuelas. Las horas de clase semanales superan en 16 la media de la OCDE. Además todas las familias ahorran para pagar largas sesiones diarias en academias privadas. La competencia es enorme. Esa carrera por el saber de exigencia tan implacable tiene su peaje: acaba machacando emocionalmente a algunos alumnos. Pero resulta innegable que todo el progreso y éxito de Corea del Sur se ha conseguido gracias a una sola y formidable palanca: la educación, el énfasis absoluto en el saber y el esfuerzo personal.

El camino que nos marca el actual Gobierno de España, que se autodefine como «progresista», es exactamente el contrario: una condena del esfuerzo que acabará minando el progreso del país. Lo que postula nuestro Ejecutivo de socialistas y comunistas es una amable igualación a la baja. Se trata de rebajar el listón hasta alcanzar una mediocridad donde todos los alumnos puedan sentirse cómodos y flotar en el sistema educativo sin traba alguna. ¿Le irá bien a España aflojando en educación en lugar de buscar la excelencia? Es evidente que no. Pero nuestras autoridades lo tienen claro: el esfuerzo y la meritocracia son lacras de la derecha.

Unos triunfan mundialmente con su Juego del calamar y exportan su cultura. Otros estamos más atentos al bocata de calamares. Eso sí: somos líderes mundiales en botellón, ¡que no se diga!