Fundado en 1910

Y el barbero se llama ¡hair studio!

Impresionante la ola de pedantería anglosajona gozando de un idioma de la riqueza del español

Un síntoma de hacerse mayor es que te vas tornando más intransigente. A veces te molestan cuestiones nimias, o que pensándolo mejor quizá no lo sean. De un tiempo a esta parte me sorprendo moviendo la cabeza con leve desdén cada vez que escucho un nuevo ejemplo de la marea de anglicismos superfluos que nos coloniza.

Las lenguas se relacionan y se enriquecen tomando vocablos unas de otras. Siempre ha sido así. Alcalde o almohada son algunas de las bonitas palabras árabes del español. Del mismo modo que hemos incorporado estepa y bolchevique del ruso; argot, chalet o ballet del francés; acuarela, bancarrota y paparazzi del italiano… Algunos idiomas cuya evolución cesó en el mundo agrario estarían incluso medio cojos de no ser por los préstamos masivos a los que han recurrido (véase el actual euskera batúa: solo en el brevísimo texto del consentimiento de cookies de las webs se encuentran todos estos españolismos levemente disfrazados de vasco fetén: esperientzia, informazio, konsultatu o politika). Con todo esto quiero decir que considero normal el uso por parte de los hispanohablantes de algunos extranjerismos necesarios. Lo cargante es que hagamos el papanatas ante lo anglosajón incorporando un carro de palabras pedantes que no necesitamos para nada.

Una de las cosas que me saturaban en alguna empresa en la que en su día trabajé era su culto a cierta modernidad mal entendida, que en realidad no era tal, sino una subcultura que tiraba a lo hortera e incluía códigos como remangarse las mangas de la camisa en la oficina o freír el castellano de anglicismos. El ordenador de mesa se llamaba indefectiblemente «desktop» y el portátil, «laptop». A veces te soltaban frases de esta guisa: «Después de la webinar si quieres hacemos una call tú y yo y miramos lo del deadline». Los descansos se habían convertido en un break, los colaboradores o socios eran partners, el equipo de trabajo, el staff, y las tareas estancadas se encontraban en standby.

Hoy esa fiebre se ha universalizado. Agencias inmobilarias comprimidas en un bajo angosto de un barrio perdido de Madrid se presentan como firmas de «real estate», porque les suena más molón. Algunos ultramarinos que renuevan un poco su decoración para vender con más garbo las viandas de siempre se ponen estupendos y se hacen llamar «delhi shop» (con el mismo tendero Manolo dentro con su castizo banderín del Atleti). En los anuncios de coches de las radios una de cada cuatro palabras es en inglés. Los informáticos chapurrean una jerga ininteligible; pronto habrá que hablar con ellos mediante traductor simultáneo. Las semanas de la moda se llaman innecesariamente «fashion week» y si no denominas «commodity» a las materias primas de toda la vida quedas como un gañán poco iniciado.

A todo eso ya casi me había resignado. Pero no a lo de esta mañana, cuando dando un paseo por una pequeña calle de solera de La Coruña vi una barbería casi decimonónica con este flamante rótulo sobre su cristalera: «Hair studio» (por supuesto con un apóstrofe «s» tras el apellido gallego del propietario). Apaga y vámonos.

Y ya les dejo, que voy a soplarme un vinillo con mi mujer en alguna «wine shop» (antaño taberna, tasca, cantina, vinatería o bodegón). Impresionante la ola anglófilo-petarda que nos invade teniendo a disposición un idioma de la inmensa versatilidad del español.