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Tenemos chica nueva en la oficina, se llama Farala Díaz y es divina

Díaz no ha entendido aún que no puede regular la inmortalidad y que tampoco puede obligar a nadie a crear un empleo salvo que sea, como el Gobierno, con el dinero ajeno

Tenemos chica nueva en la oficina, que se llama Farala Díaz y es divina: ella sola, desde las cumbres borrascosas del Ministerio de Trabajo, va a lograr la gesta de que a una poca de gente la despidan algo más caro por el curioso método de que a mucha más no la contraten o de que cierre un sinfín de empresas y se pierda un chorro de empleo.

Yolanda parece buena al lado de Pablo Iglesias por tener educación, un requisito elemental antaño que alcanza cotas de virtud en estos tiempos de cólera, como si el sapo fuera mucho mejor que la serpiente de menú porque, aunque esté igual de malo, lo mismo no te envenena.

En el imaginario de Farala Díaz, que ha metamorfoseado de Nekane a dama de honor en boda de provincias soviéticas, el empresario es un señor que fuma puros, regüelda, vuelve a fumar puros, va a los toros, regüelda con el puro en la boca y finalmente se hace millonario explotando a los trabajadores mientras chilla «olé».

Para la ministra quinquenal, la manera de enmendar el mayor paro femenino y juvenil de Europa es encarecer la contratación con el SMI y dificultar el despido; que es a la estimulación del mercado laboral en tiempos de crisis el equivalente a pelear contra la migraña amputando la cabeza.

Ahora, Farala Díaz ha decidido librar un pulso contra Sánchez y la parte exigua del Gobierno que piensa, apenas reducida a una Nadia Calviño que cada día abre las ventanas tras una reunión del Consejo de Ministros para intentar que allí huela menos a tigre.

A Woody Allen le preguntaron una vez, en el Festival Que un Día Fue de Cine en San Sebastián y ahora sirve para quemar en la hoguera a Carlos Boyero por saber de cine y a ensalzar a Carlos del Amor por ser un cursi; cuál era su opinión sobre la muerte. «Estoy en contra», dijo.

Como todos con el despido, los salarios bajos, las jornadas largas y esa sensación incómoda de que, ciento y pico años después, volvemos a ser los obreros saliendo de la fábrica de los hermanos Lumière, pero sin obreros y sin fábrica.

Díaz no ha entendido aún que no puede regular la inmortalidad y que tampoco puede obligar a nadie a crear un empleo salvo que sea, como el Gobierno, con el dinero ajeno: Sánchez puede poner a su exjefe de Gabinete de director de Correos porque un pequeño empresario ahogado por las deudas le paga hasta un 25 % de Impuesto de Sociedades; un 21 % de cotizaciones por cada empleado; un 45 % más de costes laborales que hace una década y tropecientos más en mantener el bienestar del Estado con la excusa de concedernos un dadivoso Estado del Bienestar.

Y añadan a ello todo lo que le cargan esos asaltadores de caminos que, con distintas excusas, ostentan técnicamente el título de ministro de Hacienda, presidente autonómico o alcalde pedáneo pero son el sheriff de Nottingham sin un Robin Hood que les patee el trasero.

La pobreza del trabajador, salvo honrosas excepciones bien denunciables, es coetánea de la pobreza de su empresario. Nada eleva más los salarios y mejora la estabilidad que trabajar en una empresa próspera: en Dinamarca el paro es testimonial con el despido libre, necesario sobre todo para facilitar la movilidad del empleado entre empresas que compiten entre ellas, ofreciendo mejores condiciones, para que nadie quiera marcharse.

Pero Farala, tan divina, es la chica nueva en la oficina y aún le gusta jugar al amigo invisible, oponerse a la muerte y creer que viene del bosque de Sherwood a liberarnos en lugar de la parte cateta de Ferrol.