Había una vez un circo
Querellas entre socios de Gobierno, amagos de fumarse las sentencias, aliados delirantes…
Valle-Inclán vivió demasiado pronto. Hoy dispondría de material más suculento para su género sarcástico y dolorido: el esperpento. La última sesión de circo lo ha superado todo, se han agotado las palomitas.
Contemos el cuento desde el principio: Alberto Rodríguez era un muchacho canario que estudió FP y trabajaba de operario en una refinería. Enseguida se enroló en el movimiento sindical y antisistema, roles menos fatigosos que currar duro. En 2014, Wert, el ministro de Educación del PP, visitó la Laguna y su catedral, a cuyas puertas se armó una manifa contra la Lomce (en España las leyes de educación dejan de ser polémicas en cuanto las impone la izquierda a rodillo). Entre los manifestantes se encontraba Rodríguez, con sus distintivas rastras, a pesar de que a sus 33 tacos era ya un abuelete para protestas estudiantiles. En su furor reivindicativo pateó a un policía, lo que da fe de su entraña. Pero dos años después, y sin haber hecho nada relevante en su vida, el tipo se encontró instalado en Madrid con un sueldazo que ni soñaba. La alegre pandi que dirigía Podemos lo había convertido en diputado.
Nuestra justicia es lenta hasta lo exasperante. Pero al final llega. La patada acabó en el Supremo, que condenó a Rodríguez a mes y medio de cárcel –pena sustituida por una multa– y a inhabilitación para cargo público. Hasta los Teletubbies entenderían sin problemas que estaba obligado a dejar su escaño. Pero los que no lo entendieron fueron sus correligionarios tardoadolescentes de Podemos. Cuando se conoció la sentencia, en lugar de echarlo del partido por agredir a un policía, los diputados del populismo comunista lo aplaudieron desde sus escaños, incluida la vicepresidenta segunda del Gobierno de Sánchez (a la que mi madre, desde la absoluta libertad de sus 83 tacos, denomina Pasarela Yolanda, por su sorprendente adicción a emperifollarse como si habitase en un vídeo de Lady Gaga).
El esperpento prosiguió. Merced a su dominio de la Mesa del Congreso, Podemos y PSOE intentaron pitorrearse del Supremo y preservarle su escaño y nómina al tal Rodríguez. La presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, se prestó a la tropelía, pues su prioridad es engrasar a todo precio la chirriante alianza de Sánchez con separatistas, comunistas y post-etarras. El Supremo, con razón, se pilló un globo ante la añagaza para fumarse sus sentencias. Marchena aplicó un fino tirón de orejas a Meritxell, que al final rectificó, porque si seguía choteándose de la justicia el asunto podía acabar mal para ella.
Pero no se vayan todavía, que en el circo de tres pistas de Sánchez nunca falta una amenidad más. Como guinda, entró en acción la intrépida ministra Ione Belarra, a la sazón secretaria general de Podemos, que ha llegado a esos cargos sin habilidad ni currículo conocidos, solo porque era colegui de Irene Montero, a su vez promocionada digitalmente por ser la mujer del hoy ya prejubilado Iglesias Turrión (¡vaya feminismo!). Ione ha denunciado a Meritxell ante el Supremo por supuesta prevaricación al retirarle su escaño al pateador de las rastas. Ole.
Resumen del capítulo de hoy de «Había una vez un circo»: un Gobierno a bofetadas en los tribunales, la mitad del Ejecutivo que ladra contra la Justicia, Yolanda y Nadia pellizcándose y unos socios de legislatura aberrantes (ERC y Bildu), que el fin de semana marcharon a favor de los asesinos de ETA por San Sebastián con Otegi y Junqueras en cabeza (ambos adulados por un PSOE que echa espumarajos por la boca ante el PP y Vox, partidos defensores de España y perfectamente democráticos). Levitando sobre el desconcierto, un presidente enamorado de sí mismo y que en su jeta infinita imparte lecciones éticas, adoctrinándonos con pucheritos teatrales de santurronería zen. Chiquito de la Calzada era Adenauer comparado con este equipazo.