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La cloaca del prodigio

Resulta imposible convertir tanta belleza en una cloaca. Y durante unas horas, pocos días atrás, el paseo de La Concha fue invadido por las peores suciedades y tufos de cañería

San Sebastián es una ciudad maravillosa. He pasado allí muchos de los días más felices de mi vida. Mis primeras novias fueron donostiarras. Y mis iniciales triunfos deportivos. Haciendo pareja con Esperanza Aguirre, logré alcanzar los treintaidosavos de final de la Copa Mata de Tenis. Fuimos derrotados por la pareja formada por Asís Alonso –70 años–, y la condesa de Gomar –80–, que era tan elegante que se enfadaba en francés. Cuando fallaba exclamaba «¡merde!». En San Sebastián aprendí a navegar a vela y pescar, desde chipirones a atunes. Y como era un jovenzuelo muy bueno y devoto, me confesaba en la parroquia del Antiguo con el padre Errementería, al que sólo le importaban mis pecados relacionados con el Sexto Mandamiento. –¿Cuántas guarradas has hecho desde la última vez que te confesaste conmigo?; –Ninguna, padre; –Pues diez rosarios de «penitenshia» por marrano y otros diez por mentiroso.

Estropear, empobrecer y humillar el paisaje de San Sebastián es prácticamente imposible. Su bahía, con la de Santander, es un prodigio. A San Sebastián le sucede lo que al «Canto Espiritual» de san Juan de la Cruz. En cada relectura, siempre surge algo nuevo, una interpretación distinta. Habré cubierto el paseo de La Concha, y el túnel bajo del Palacio de Miramar hacia Ondarreta centenares de veces. Y siempre me asombraba y enamoraba la grandeza de lo que veía. Resulta imposible convertir tanta belleza en una cloaca. Y durante unas horas, pocos días atrás, el paseo de La Concha fue invadido por las peores suciedades y tufos de cañería. El recuerdo más vivo que guardo de mis padres lo reúno en la terraza de nuestra casa en San Sebastián, la Casa de las Conchas, en la esquina de la avenida de Zumalacárregui con el paseo de Satrústegui. Allí, hablando, mientras veíamos toda aquella maravilla, la proa de Igueldo incrustada en la mar de los vascos, la playa y los jardines de Ondarreta, y las olas que rompían en la playa, todas aparentemente iguales, y todas diferentes. Me viene el amor por San Sebastián no sólo por mi padre, que era vasco de hondas raíces y dominaba el vascuence en su dialecto guipuzcoano. También por parte de mi madre. Mi abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, andaluz del Puerto de Santa María, fue un enamorado de San Sebastián. Quiso y no pudo, porque lo asesinaron en Paracuellos del Jarama, comprar una villa en Ondarreta, «Txoko Maitea», y cambiarle el nombre. Era amigo de los Barcáiztegui, que vivían en Miraconcha en «Toki Ona» –Villa Grande–, y de los Padilla, cuya casa se llamaba «Toki Eder» –Villa Hermosa–. Don Pedro quería bautizar a la suya como «Toki el Timbre», y lo escribió, y los pocos nacionalistas que se movían por allí en aquellos tiempos se enfadaron muchísimo.

Hace unos días, una considerable masa de seres infectos invadió la belleza del paseo de La Concha para pedir la «libertad de los presos». Quedan 200 terroristas etarras en las cárceles, según información del nauseabundo Otegui. Sí, Otegui, no Otegi –Oteji–, como se escribe en el ABC del inane. Y ahí estuvieron también pidiendo la «libertad de los presos», muchos de ellos sanguinarios asesinos, Junqueras y Romeva, los delincuentes indultados por Sánchez en contra de la decisión del Tribunal Supremo. Junqueras, probablemente, no pudo disfrutar del paisaje que estaba ensuciando, porque con un ojo mira a Cataluña y con el otro a Lisboa, pero sí contribuyó con su presencia a la breve, pero repugnante, exaltación de la cloaca. Un buen nortazo de otoño habrá limpiado de nuevo el paisaje, la armonía y la inconmensurable belleza de la bahía donostiarra.

Aquella ciudad que lo es todo, durante unas horas se convirtió en una nada fétida y manchada de sangre. Menos mal que recaló el noroeste para devolver a San Sebastián su lugar y sitio entre las ciudades más maravillosas de España.